Primera línea
El año del Nobel al #MeToo (O los suecos también violan)
Nos lo hubiéramos imaginado de todo el mundo menos de los académicos suecos.
¿Los recuerdan en la entrega del Nobel a Mario Vargas Llosa? Flemáticos como robots veían al peruano hacer pucheritos incontrolables cuando agradecía al amor de su vida, doña Patricia, haberse quedado sin vida para que él tuviera la suya. Del giro telenovelesco de esa historia nos enteramos por la revista Hola!, pero así es el latino, ¿no?
Eso dicen: que nos dejamos llevar por la sangre caliente, la cagamos guiados por el corazón, los genitales o ambos. El mundo nos atribuye las bajas pasiones.
Vargas Llosa ahora es el padrastro de Enrique Iglesias e inaugura tiendas de Porcelanosa, okey, pero lo que nunca imaginamos es que en la trastienda de los intelectualísimos premios suecos, con esa gente siempre adecuada, estética y estática como figuritas de Lladró, la porquería fuera tanto o más apestosa que cloaca de burdel de carretera costeña.
Qué cosas, los suecos también violan. La violación, parece, no entiende de razas, clase social o erudición y a los señores noreuropeos que leen, deliberan y deciden quién es el escritor más importante del mundo también les va aquello de someter a mujeres contra su voluntad y perforar sus cuerpos con el mismo odio que un hombre que jamás ha pisado la escuela en el último rincón del último mundo.
Qué asco, fíjense, el género masculino hermanado por la idea de que las mujeres son basura. Después de desarrollarnos tanto, de inventar tanto, de conseguir tanto, si ni los suecos pueden mantener su sexo en sus pantalones, ¿será entonces el abuso sexual el gran fracaso de la evolución? Erguirnos para terminar siendo el ‘homo weinstein’, carajo.
Este ‘homo weinstein’ en concreto se llama Jean-Claude Arnault, es francés, fotógrafo, está casado con la poeta y académica del Nobel Katarina Frostenson, lleva melenita y gafas de pasta gruesa de las de la gente que lee, y es el responsable de que este año no se entregue el premio más importante de la literatura mundial por primera vez en 69 años.
Es el culpable, en realidad, de que la Academia sueca haya tenido que agachar la cabeza y reconocer que tenía a un depredador sexual entre sus filas y que nunca hizo nada al respecto. Porque aunque Arnault no es miembro oficial, se lo conocía como “el académico 19” por su influencia, su acceso privilegiado a información y porque el centro cultural que dirigía recibió miles de euros en subvenciones, plata que, ahora también se ha destapado, gestionaba muy de cerca su mujer. La fichita de Arnault, denuncian, llegó a filtrar los nombres de algunos de los galardonados antes del anuncio oficial.
El mar de mierda en el que chapotean los suecos lo destapó una periodista del diario Dagens Nyheter que investigó hasta dieciocho denuncias por abuso sexual que pesan sobre Arnault, casi todas perpetradas en departamentos que pertenecen a la Academia en París y Estocolmo. El diario también hizo público que el artista francés había acosado a esposas, hijas y trabajadoras de la Academia, ahí, ante las narices respingadas de todos aquellos intelectuales del norte de Europa, la crème de la crème del mundo. La polémica provocó la dimisión de la esposa de Arnault y la de la secretaria permanente, Sara Danius, que había liderado al grupo que pedía que se esclareciese la situación y se tomaran medidas para detenerlo.
El mirar hacia otro lado —irónicamente, en España a eso se le llama «hacerse el sueco»— se remonta veinte años atrás cuando en 1997 una mujer mandó una carta a la secretaría del Nobel denunciándolo y no recibió respuesta. Por esas mismas fechas un ayudante real tuvo que, literalmente, abalanzarse sobre él y quitarle la mano de las nalgas de la entonces veinteañera princesa Victoria, según la denuncia del Dagens Nyheter.
Al parecer, las conductas sexuales de Arnault no eran desconocidas por la élite intelectual sueca que, a pesar de todo, seguía considerándolo parte de los suyos. Peter Englund, secretario permanente de la Academia entre 2009 y 2015, declaró «ya nada me sorprende sobre esa persona, ese cabrón» y se alegró de que el caso finalmente «haya salido a la luz». Bien podías haber dicho algo tú, amigo Englund, que los acosadores solo pueden existir gracias al silencio cómplice de su maldita manada. (I)