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El Telégrafo

Iniciación de la historia de mano de Berlanga

Iniciación de la historia de mano de Berlanga
11 de febrero de 2014 - 00:00

“…eran tan grandes las corrientes, e nos engolfaron de tal manera, que miércoles e diez de Marzo, vimos una isla; e porquen el navio no abia mas agua que para dos dias, acordaron de echar la barca e salir en tierra por agua e yerba para los caballos, e salidos no hallaron sino lobos marinos, e tortugas e galápagos tan grandes, que llevaba cada uno un ombre encima, e muchas higuanas que son como sierpes”. Es el reporte del fraile al rey español y, quizá sin que el mismo autor lo sepa, la primera impresión transmitida por escrito de la llegada de seres humanos a las islas; el ensayo de la historia de Occidente en el archipiélago que salpicaba de promontorios terrestres la línea ecuatorial por el lado del Pacífico, casi a mil kilómetros del continente recién descubierto.  

Para Berlanga, el arribo fue obra de la Providencia. Así explicaba en su informe oficial al rey, Sacra Cesarea Católica Maxestad, la pérdida de control de  la nave luego de más de 10 días del zarpe desde Panamá el 23 de febrero y que tenía como destino Lima. El cronista calcaba con trazos de tinta los sucesos, empresa de por sí profanadora que caminaba al filo del barranco; el designio divino y su despliegue ofrecían una vereda algo segura para dirigirse a los administradores del reino por delegación divina directa.

La necesidad de renovar los depósitos de agua y alimento para los caballos que transportaban apuró la decisión de hacer tierra y, ante la ausencia de estas provisiones, la de dirigirse hacia una segunda isla avistada como cercana. Era Domingo de Pasión. No pudieron descubrir agua en dos días. La de un pozo que cavaron les resultó más amarga que la del mar. Echaron mano “de unos cardos como tunas”, los comieron y exprimieron para sacar el agua. Tomás enviaba expedicionarios tierra dentro en búsqueda del líquido. Al final lo encontraron y renovaron pipas, barriles y botijas. El costo fue dos hombres y diez caballos muertos de sed.

En la tercera y cuarta islas divisadas descubrieron el encanto cuando, junto a los seres marinos y terrestres, se presentaron “muchas aves de la España, pero tan bobas que no sabían huir, e muchas tomaban a manos…”. Magia emanada por la hospitalidad silvestre de los que se mueven sobre el nivel del mar, saliendo de él, su espacio de depredación. Pero bastaba ver un poco más allá, tierra dentro, para que la imposibilidad de lo inhóspito grite un sonido indescifrable, rumor ajeno de lo que no te espera, el agreste indómito percibido por el ojo sabio que mide y atisba la sobrehumana fatiga de la empresa.  “…no pienso que hay donde se pudiese sembrar un hanega de mahiz, porque lo mas della está lleno de piedras muy grandes, que parece quen algún tiempo llovió Dios piedras; e la tierra que ay es solo escoria, sin que sirva, porque no tiene virtud para criar un poco de yerba…”.

La certeza de lo finito del sostén vital es propia de los que se echan a la mar. El comando de la nave era refugio donde cobraba venganza a lo ignoto que poseía la paciente y esquiva tierra firme. Al navegar orientaba su camino, ubicando el navío pocos grados hacia el sur. El sueño sofocante era llegar a buen puerto, el océano, con su fuerza interna, persistía en engolfarlos, minando la fuerza de marinos. Al final, tres grados al sur del paralelo cero, tomaron corriente y viento hacia mar abierto. El suelo manaba fue el que les dio la bienvenida al continente.

El fraile, para no sacrificar a los extenuados caballos, llegó a pie hasta Charapotó, “que tiene uno muy buen río a donde ay muchos indios ya pacíficos,…”. Desde allí firmó el reporte de Galápagos un 26 de abril de 1535.

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