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El Telégrafo

Andino, de “canillita” a tener la Ley en las manos

Andino, de “canillita” a tener la Ley en las manos
15 de abril de 2012 - 00:00

Han pasado más de  50 años, pero Mauro Andino jamás olvidará la época en que trabajó como “canillita”. Paradójicamente sobre él ahora recae la Ley de Comunicación, que afirma sin tapujos que dedica a los voceadores de periódicos.     

Al recordar su trabajo, la voz se le quiebra por más de una ocasión. Trata de hilvanar los recuerdos que, confiesa, le vienen acompañados por una sensación de angustia y dolor y no es por el oficio que le tocó empeñar, del cual enfáticamente dice que se siente “orgulloso”, sino que cada momento que vivió, al igual que un álbum fotográfico que lleva atado a su cuerpo, le transportan a sus 8 años, cuando sus padres perdieron sus bienes materiales y cambió las  canicas por una vieja cinta de nylon que cargaba a diario sobre sus hombros, con 20 y 40 periódicos, con el objetivo claro: venderlos todos.

Cierra los ojos por un instante y dice: “Periódicos, periódicos, compren los periódicos”. Esas palabras automáticamente, como si fueran un ritual, le transportan al sector de las casas colectivas (Gómez Rendón y Av. del Ejército), en Guayaquil, en donde todas las mañanas ofrecía los diarios nacionales, entre ellos El Telégrafo, del cual fue “canillita”.

Su mirada se pierde. Mira el techo de su oficina en el segundo piso de la Asamblea, en donde está la Comisión de Justicia que preside y con sus manos juega con un hilo invisible que jala. Todo tiene una razón, dice, tras recordar que el método para vender los periódicos era en aquella época peculiar. Cuenta que debía colocarlos en una canasta, “en donde los compradores desde los balcones de sus viviendas jalaban las canastas con cordeles, desde el segundo piso”, dice mientras baja las manos y las coloca encima del proyecto de Ley de Comunicación, que desde hace dos años y medio se ha convertido en su lectura de noche.  

“Levántate hijito, es hora de salir a trabajar”, eran las palabras que escuchaba cada mañana, a las 02:00. Era su padre (+) Pacífico, quien con su voz suave le motivaba a cumplir la jornada.       

15-04-12-act-mauro-andino-2En la madrugada caminaban hasta los exteriores de las instalaciones de los medios de comunicación,  en donde les tocaba hacer largas filas y esperar para que les entreguen los periódicos que luego iban a vender. “Miraba a los medios de comunicación como inalcanzables para mí”, dice, y ahora, al ver la posición en la que se encuentra, reflexiona: “Jamás pensé que luego de ser voceador de periódicos, hoy esté en mis manos una responsabilidad histórica, grande para el país, al expedir una ley que garantizará la libertad de expresión, democratizará los medios, que el espectro radioeléctrico se distribuya de manera equitativa”. Suspira. 

Una anécdota interrumpe su narración. A los 11 años -menciona- ya en Quito se compró en el mercado de Santa Clara un espejo para poder peinarse. Y mientras caminaba miró su rostro reflejado en el cristal y pensó: “cómo quisiera que un medio de comunicación me tomé una fotografía y me saque en sus páginas”. Ahora ya ha perdido la cuenta de las veces que su fotografía ha salido publicada en los medios. “El mundo da vueltas”, pensó la primera vez que miró su rostro en los periódicos. “Los sueños se cumplen”, dice.

El trabajo de “canillita” lo desarrollaba hasta las 09:30, cuando terminaba con su venta y corría presuroso hasta donde su padre, que vendía los matutinos por ese mismo sector. Al llegar, se topaba con la sorpresa de que su papá no había vendido mucho, y sin dudarlo le entregaba su dinero y él mentía, que no vendía los periódicos, para que su madre se sintiera orgullosa de su padre. “Fueron épocas muy duras, pero el amor de mis padres y la unión familiar nos hizo salir adelante”, comenta, mientras observa la foto de sus padres que cuelgan de una de las paredes de su oficina. 

A las 10:00 regresaba a su casa, que no era más que una habitación en el barrio Clemente Ballén, en donde compartían dos camas: una en la que dormían sus padres y la otra donde descansaba junto a sus dos hermanos (Cumandá y Wilson). Ya en el hogar, su hermana Cumandá les recibía con un pequeño desayuno de café, pan y leche, cuando el dinero les alcanzaba. La jornada -cuenta Andino- no terminaba allí, pues luego de desayunar salía junto con su hermano a vender la lotería. En este oficio fue estafado.  

“Una persona nos dijo que quería todo el entero de la lotería, pero que debía traer el dinero de adentro de su casa, le entregamos la tablilla completa y le esperamos en el umbral de la puerta de ese edificio, pero nunca llegó, nos estafó”. Ese acontecimiento les causó un perjuicio. “Perdimos todo el capital que teníamos en la familia, qué dolor que tuvimos, se perdió la inversión”.

Sin embargo, el trabajo de “canillita”, que lo empezaron por consejo de su tío José Haro, no fue el único que le tocó realizar. A los 13 años lavaba y cuidaba carros en el sector del parque El Ejido, fue lustrabotas y también “lechuzaba” -como define al oficio de ayudante de un taxista-, por lo que ganaba entre uno y dos sucres, en Quito.

“Este tiempo me ayudó para comprender a los seres humanos y ahora hacer de mejor manera las cosas en la Asamblea, pensando en los niños y adolescentes que no deben pasar por lo que yo pasé”. Dos años dejó de estudiar en la escuela y más tarde, junto a su hermano, empezó el colegio en la jornada nocturna. Terminó sus estudios en el Pedro Vicente Maldonado y quiso estudiar Derecho en Guayaquil, “pero no nos dieron cupos”, por ello aquel sueño lo consolidó en Quito, cuando su situación económica mejoró.

Cuando Andino estuvo en quinto curso, la situación de su familia cambió y sus padres montaron un restaurante y un salón de bebidas, en Riobamba. Allí su padre volvió a vincularse a la cooperativa Patria, en donde fue cofundador, y se compró un bus. El 15 de octubre de 1981, su padre murió electrocutado cuando arreglaba una antena de  televisión. Su muerte, que se produjo dos meses después de que se casara, le provocó varias decaídas anímicas. 

Quiso suicidarse. Siguió los pasos de su padre y fue chofer profesional. “Amaba tanto a mi padre. Todas las noches me despido de él y todas las mañanas le pido la bendición”, dice, se le quiebra la voz. Llora.

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