El historiador Juan Paz y Miño recientemente señalaba en un editorial que desde 1979, cuando el Ecuador retornó a la democracia después de una década de dictaduras militares, la actual administración del presidente Rafael Correa ha sido la única en asumir “seriamente la transformación de la universidad ecuatoriana”. Y, en efecto, hay varios avances en este campo que son innegables de celebrar: se generó una nueva institucionalidad organizando el caos que había en el sector, se despolitizó a la academia pública de mafias políticas que habían hecho de la universidad su plataforma electoral y se la redefinió como un bien público para que su acceso sea plural y masivo, se inició un proceso de evaluación y categorización que provocó la clausura de varios de estos centros educativos de ‘garage’, se incrementó considerablemente la inversión pública en el sector de la educación superior a través de, por ejemplo, becas y créditos estudiantiles, y de la creación de nuevas universidades de especialización como la de las Artes y Yachay.

Muchas de estas medidas han tenido resultados positivos y otras  han generado conflictos por la ausencia de diálogo entre las propuestas de las autoridades públicas y la realidad de las instituciones académicas (tanto públicas como privadas), lo que de alguna manera ha desvirtuado ese acertado camino de transformación que la educación nacional ha demandado históricamente, pues como el mismo Juan Paz y Miño señalaba en el editorial: “Se cree proceder con verdades de innovación revolucionaria, pero no se admite que los elitismos y extranjerismos que penetran sobre la universidad y la producción científica exclusivamente indexada contradicen la misión y sentido histórico que ha caracterizado a las universidades latinoamericanas”.

Es cierto que en Ecuador se ha establecido un nuevo pacto de convivencia social, y que ese  pacto pretende democratizar derechos básicos como el de la educación pública. Pero hay que estar conscientes de que esas transformaciones pasan por la esfera de la política, es decir, por la disputa del poder. En todo caso, para que se sostengan estos procesos, se requiere de una fuerza social organizada y de unas autoridades públicas más autocríticas.