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El Telégrafo
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Los clásicos dejan a un lado las dudas existenciales

Los clásicos dejan a un lado las dudas existenciales
02 de enero de 2014 - 00:00

Sabemos que es un clásico cuando el partido se juega en las calles. Cuando, en la radio, los periodistas toman un sesgo frente a uno u otro equipo y sus argumentos son cuestionables. Cuando buscamos la ruta más rápida para ir al estadio y maldecimos al semáforo en rojo o al conductor que está adelante. Cuando, a pesar de llegar con 20 minutos de retraso, encontramos una multitud aguardándonos.

Sabemos que es un clásico cuando la fila más larga es aquella que pertenece a las personas de tercera edad, cuando mi abuelo me toma del brazo y dice “puro viejo de mierda”. Así me recibió el Olímpico Atahualpa un domingo 31 de marzo, Domingo de Resurrección, domingo de Deportivo Quito-Liga.

Igual que en una carrera de atletismo, el hincha siente el partido en cada fibra de sus músculos. Algunos levantan las puntas de sus rodillas en el mismo sitio, miran al cielo y luego la espalda del que está delante con la ansiedad del que pide el favor de los dioses. Otros se limpian la frente con el brazo, toman agua y guardan energías porque saben que el trayecto apenas empieza. Y unos pocos, en cambio, con audífonos y una radio portátil, permanecen estoicamente bajo el sol de mediodía.

Como monjes budistas alcanzan el nirvana sin mucho esfuerzo, y su único vínculo con el exterior es la distancia de la boletería, la cual, imperceptiblemente, disminuye. Sus gestos son los de aquellos que han experimentado una epifanía. Auguran el resultado del encuentro y sienten los estigmas de la batalla que se libra en su interior, sin saber, o ignorando, que esta se contrapone en el exterior.

Cuando hay emoción en el rostro de un hincha del Quito, en el otro extremo del estadio, en la general sur, un hincha de Liga se toma el mentón con las palmas de las manos, y viceversa. Esa es la antípoda de los clásicos. Siempre va a existir un perdedor y un ganador. “Las medias tintas no existen”, me dijo Carlos, un amigo, refiriéndose a los fanáticos, y en los clásicos, o se es ‘azulgrana’ o ‘albo’, pero nunca hincha del fútbol, eso lo dejamos para los gringos.

Pero no hay clásico sin la reventa, oportunidad de negocio sin impuestos ni rendición de cuentas. En derredor del Olímpico Atahualpa los revendedores expenden su producto a fanáticos ansiosos que no quieren esperar colas enormes para adquirir su entrada o que llegan con retraso al cotejo. Son hombres y mujeres de mediana y tercera edad, de instinto felino y olfato sagaz para las ventas, cuyo atavío necesariamente porta un distintivo anaranjado o rojo. Así, entre los cientos de hinchas que hacían cola y caminaban cerca de las boleterías, una señora de gorra roja y camiseta blanca se acercó a mi abuelo, un hombre de 71 años cuyo rostro de nariz griega, ojos claros y bigote prominente recuerda a Mario Benedetti o al Marlon Brando que actuó en El Padrino. Sujetando las entradas en medio de los dedos, le ofreció las localidades de general y palco, y mi abuelo, a regañadientes, compró dos entradas de general. Normalmente, cada entrada tenía un valor de 8 dólares, pero cuando son de reventa, su precio se eleva a 10 dólares. “Aquí no se gana mucho, señor”, dijo la mujer, ante la suspicacia de mi abuelo, que comentaba que no le gustaba comprar a los revendedores, aunque era la segunda o tercera vez en su vida que lo hacía.

No hay  clásico sin la  reventa, oportunidad de negocio sin impuestos ni  rendición de cuentas.

Entonces me dio un boleto y, al verlo, me asaltó la idea de que, si ingresábamos al estadio, probablemente no saldríamos con vida; era de general sur, la localidad donde estaba la ‘Muerte Blanca’, la barra brava de los hinchas de Liga. Cuando alcé la mirada para buscar a la revendedora, había desaparecido. Con un golpe de suerte a último momento, avistamos a un miembro de AFNA (Asociación de Fútbol No Amateur de Pichincha) que hacía ademanes para guiar a los hinchas hacia la general norte del estadio; no había dónde poner un pie en la general sur. Bordeamos el Olímpico Atahualpa y alcanzamos una puerta de metal negra en la que se había apostado una fila de hinchas de camiseta blanca, pero escrupulosamente decidimos continuar hasta la siguiente, que estaba bastante cerca. Pasamos fácilmente el primer círculo de seguridad después de que el boletero rompiera el seguro de los tickets y caminamos hasta la entrada de la general nororiental. Mientras subíamos la cuesta, que se empinaba poco a poco en torno al estadio, escuchábamos el clamor que bullía en él. Interjecciones que cobraban vida propia y canciones épicas hacían aún mayor el anhelo de estar en los graderíos, gritar, saltar, arengar y hasta abuchear al equipo contrario. Era un llamado al corazón, y así lo sentían los hinchas de la AKD que se nos adelantaban a grandes pasos con la expectativa de no perder un solo segundo más del clásico. Mi abuelo, entretanto, se aferraba a mi hombro para ir, si no a un ritmo tan vertiginoso como el de ellos, al menos al compás que le permitía su aliento.

                       ***
En los clásicos el tiempo es subjetivo. Con frecuencia la emoción es demasiado sofocante para que el hincha tome conciencia de aquello que está por fuera del estadio. Como histriones, los jugadores se ponen los colores de uno u otro equipo y representan su epopeya. El partido es siempre el mismo, pero, a pesar de ello, su efecto no deja de sorprender como si fuera la primera vez. Es un eterno retorno. En un Quito-Liga las circunstancias se subordinan y, sin importar la condición física, el lugar de la tabla, la situación económica y financiera, el partido cautiva por la garra y empuje hacia la camiseta.

En los clásicos el tiempo es subjetivo. Con frecuencia la emoción resulta sofocante.
Se siente la tensión en las pausas espontáneas de los hinchas: ese silencio de pocos segundos en los que el equipo rival ataca, y en el respirar entrecortado de los jugadores, que se toman muy a pecho su papel. Pero también se siente la camaradería. Las bandejas del estadio de la general sur y de la general noroccidental son blancas, mientras que la preferencia, la general nororiental, y la tribuna, son ‘azulgrana’. En un clásico, las dudas existenciales quedan a un lado, y uno sabe cuando está en el sitio que le corresponde.

–Pon que estamos viendo al Quito –dijo mi abuelo, sentándose a mi derecha en uno de los puestos diagramados con líneas de pintura.

–¿Con qué?¿Con el Yanbal? –inquirí con socarronería, mostrándole el logo de la empresa que tenía mi celular estampado.

–¿No puedes?

–No.

–Entonces intenta con este –y me dio su celular, un Nokia que era un poco más moderno, pero que, en efecto, poseía las mismas funciones.

El internet y las redes sociales estaban vedados para nuestras posibilidades, pero eso no nos impidió escuchar la opinión pública.

–¡Judas! –gritó de pie un hincha del equipo de la ‘Plaza del Teatro’, colocando las manos a manera de megáfono en torno a su boca, y varias risas estallaron a sus espaldas. Se dirigía a Luis Fernando Saritama, que había recuperado la pelota y la distribuía a los mediocampistas de Liga. Desde donde estábamos se lo veía pequeño, pero no se debía al picado, había algo diferente en el exjugador símbolo de Deportivo Quito. La tesitura con la que encaraba cada pelota perdida, con la que enviaba pases a sus compañeros, era abnegada, como la de todo profesional del fútbol. Quizá esta era la consecuencia que debía afrontar después de dejar el club que amaba, por un bien mayor, el de la institución. “Si seguía en el Quito iba a perjudicar hasta al portero”, declaró, al anunciar su traspaso, pero en realidad parecía que él mismo se había perjudicado al no aceptar la oferta de 500 mil dólares al año que le ofrecía la nueva dirigencia liderada por Iván Vasco Noboa, en lugar de los 800 mil dólares que había ganado la temporada pasada.
Es impresionante cómo la teoría de Einstein y Lorentz se comprueba en un partido de fútbol.
Tal vez su juego no era distinto de la expresión adusta y consternada que tuvo su rostro al momento de presentarse junto a Esteban Paz en enero como refuerzo de la U; ahora, su juego parecía carecer del brío con el que había levantado, encima de los brazos de hinchas y rodeado de los medios de comunicación, la Copa en 2011. Probablemente, aquella imagen, que se compartió masivamente el día anterior al clásico en las redes sociales, lo explicaba todo.

Sin embargo, cuando en el minuto 38 Federico Nieto recibió el pase de Álex Colón y anotó el gol que abriría el marcador, el estadio retozó. Los hinchas del equipo de la ciudad se abrazaron y saltaron con mayor fervor entonando las barras tradicionales: “Sí, sí, señores, yo soy del Quito/ Sí, sí, señores, de corazón/ Porque este año, desde la Plaza, desde la Plaza/saldrá el nuevo campeón”. Pero aún mayor fue la respuesta de la hinchada en el minuto 44 de juego cuando, con una soberbia definición desde el punto penal, Nieto marcó el gol definitivo.

–Imagina cómo jugarían si les pagaran –comentó mi abuelo irónicamente cuando la pelota se puso de nuevo en juego.

Y es que, en efecto, jugar un clásico con 11 entrenamientos menos, después de haber recibido tan solo una mensualidad de pago, y estar ganándolo, es digno, perdóneme la hipérbole, de una apoteosis. En cualquier club del mundo los jugadores habrían tirado la toalla, pero solo en el Quito y en la literatura, el romance es, de veras, platónico. Fabián Carini, exjugador de la Juventus y exguardavalla del equipo capitalino, lo señalaría en las siguientes semanas: “Sociedad Deportivo Quito es más que un dirigente, que un presidente, es su hinchada. Nosotros nos vamos, pero el club queda”. El silbato del árbitro abrió el entretiempo y, con ello, una regresión a la realidad. El sol imperante me obligó a guarecerme sigilosamente bajo la sombra del parasol que tenía una señora, y mi abuelo entretanto sonreía. –Mira esa carita cómo le pone la mujer, cómo le mima –dijo señalando a una pareja. La mujer acariciaba las mejillas del hombre, que ahora tenía ojos solo para ella–. Es que así debe de ser, de lo contrario el marido es un hijueputa. Pero, eso sí, no hay que ser machista –añadió terminando su reflexión.

Una vendedora ambulante pasó rozando nuestras rodillas llevando consigo una bandeja de empanadas. A tan solo medio metro de ella se podía distinguir la soltura y práctica que tenía en su oficio al proferir en un tono armónico y ascendente “Empanadas de moroochooooo”. Una niña no resistió la tentación y le pidió a su madre que le comprara una empanada, pero cuando le preguntó el precio y obtuvo como respuesta 2 dólares, espetó con indignación “¡estás loca!”.
El inicio de semana siempre  es alentador para los seguidores del equipo vencedor de un partido así.
–¡Judas! –volvió a vociferar el hombre-megáfono y, con una llovizna de insultos y silbidos, supimos que iba a iniciarse el segundo tiempo.

En el fútbol pocas veces un resultado está asegurado. Liga salió con el orgullo de un rey herido y tan solo a tres minutos de iniciada la prórroga achicó el marcador. Édison Méndez encontró la pelota al borde del área después de un mal rechazo de la zaga quiteña y, como en su época en la ‘Tri’, envió el balón rasante a una esquina del arco custodiado por Carini.

El segundo tiempo fue para Liga que, con un juego más elaborado y paciente, ganaba metros en la cancha. Ante esta amenaza el equipo ‘chulla’ se defendió en bloque y adoptó como estrategia el contraataque. El desgaste de los jugadores del Quito fue mayor.

–Colón es voluntarioso, pero no me convence –dijo mi abuelo gesticulando con la mano, mientras el volante creativo intentaba recuperar el balón. No obstante, la estrategia determinada por el DT de Deportivo Quito, Rubén Darío Insúa, tuvo rédito cuando, cerca del segundo cuarto de hora, Colón envió un pase entre líneas a Nieto, que lo estrelló en el horizontal. “Uhhh” resopló el estadio.

Minutos más tarde, vimos ascender desde la platea inferior de los graderíos a un niño y su padre vistiendo la camiseta alterna de Liga. Siendo escoltado del brazo por un policía, el padre mantenía la vista en el suelo mientras que su primogénito, con mayor audacia que los propios jugadores de su equipo, clavaba sus ojos glaciales y ardientes sobre nosotros. La presión del equipo ‘albo’ aumentó convirtiéndose en desesperación y angustia para ambos bandos. La relatividad del tiempo era incuestionable. Para los de la U era escaso y para los de la AKD eterno. Era impresionante cómo la teoría de Einstein y Lorentz podía comprobarse en un partido de fútbol. En un avance al área ‘chulla’, en el minuto 83, Liga tuvo tres oportunidades de anotar que, milagrosamente, fueron obstruidas por la defensa. Muchos se tomaban la cabeza en aquellos momentos de zozobra, pero mi abuelo halló una mejor solución. Sacó un cigarrillo a punto de expirar y lo prendió. Quise decirle que no lo hiciera, pero supe que solo de esa manera podría encontrar un respiro.

Al término del juego, la voz sin rostro que se escucha en todos los partidos del Olímpico Atahualpa anunció que primero saldría la hinchada de Liga y posteriormente la del Quito. Se formó una fila en las gradas y el reproche de un hincha hacia la disposición tomada resonó en mis oídos: “Cuando nosotros jugamos en su estadio, somos los últimos en salir”. Probablemente con esa medida se intentaba evitar que existieran altercados afuera del estadio, o tal vez simplemente se trataba de un gesto de caballerosidad. La general noroccidental se vació y en la general sur ocurrieron algunos disturbios menores. Un cordón de policías se situó en ella y exhortó a los hinchas de la ‘Muerte Blanca’ a que abandonaran el estadio, pero estos, recalcitrantes, prefirieron quedarse. Frente a esta situación, se abrió la puerta de la general nororiental.

***

El inicio de semana es alentador para los seguidores del equipo vencedor y, más allá del juego mostrado en la cancha, lo que es válido para el hincha es el marcador. Siempre queda la espina de que se pudo haber obtenido una mayor diferencia, pero un dos por uno frente al rival eterno es, sin duda, una alegría. Algunos, quizás los más creyentes, pensarán que desde el cielo la venia de una mano ‘maradoniana’ favoreció al equipo de la ciudad, aunque lo más acertado sería afirmar que no fue más que la recompensa al esfuerzo de los jugadores. 16.654 personas asistieron al clásico y ahora se estaban retirando. Salimos por la av. José Correa y tomamos un camino de tierra y hierba que estaba al lado del estadio. A medida que avanzábamos se hacía más estrecho y un pequeño abismo, paralelo a la calle, se fue formando. Mi abuelo se sostenía de mis hombros y yo lo guiaba por la montaña rusa en la que nos habíamos metido sin pagar entrada.

–Todavía hay cosas por arreglar en el Atahualpa –dijo cuando llegamos a la abertura por la que los carros tenían acceso al parqueadero del estadio.

Seguimos hasta alcanzar la av. 6 de Diciembre y cruzamos a la vereda que colinda con el centro comercial Quicentro, en la av. Naciones Unidas. Dos adolescentes de Liga venían en nuestra dirección y uno de ellos hizo una mala seña a un seguidor de la AKD, que caminaba más adelante.

–Si dices Quito en medio de los hinchas de Liga te van sacando la madre como al Christian, advirtió mi abuelo, recordando el clásico de 2011 en el que mi tío fue agredido.

En aquella ocasión, al salir del estadio, tres miembros de la ‘Muerte Blanca’ lo atacaron por la espalda. Le botaron al suelo y allí le patearon como balón de fútbol. Con rabia y amor propio consiguió levantarse y logró coger una trompeta que habían dejado en el pavimento. La utilizó en defensa propia. Un policía, al notar el incidente, se acercó corriendo y separó a los agresores con prontitud y diligencia dejándolos libres.

En efecto, los hinchas de las barras bravas son valientes y aguerridos, pero en grupo. Cantan las barras, asisten al estadio, sufren con el equipo, y pueden, en el paroxismo de su pasión, quitar la vida a un hincha de El Nacional o de cualquier otro club. Una vez vi en un documental que las pirañas devoran a su presa en pocos minutos, pero quizá no son las únicas, tal vez existen en el fútbol especies de la misma estirpe.

Nos acercábamos a la Avenida de los Shyris y, como si se tratara de otro clásico, varios hinchas del Quito se nos adelantaron con el mismo fervor que antes, pero, cosa extraña, todos entraron al centro comercial. “No es normal esto, abuelo”, dije sintiendo que una gota de sudor resbalaba por mi sien, pero mi abuelo siguió caminando. “No es normal”, repetí, y por fin paró. Giramos sin decir una sola palabra y tan solo alcanzamos a observar que más hinchas ‘azulgrana’ corrían hacia nosotros. Entramos al Quicentro, sin cuestionarnos lo que pasaba, porque a pesar de que no vimos qué sucedía comprendimos de qué se trataba.

Un guardia alto y de terno gris tomó una pértiga y pulsó un botón que cerró la puerta de vidrio. Algunas personas se arrimaron al cristal y desde el andén un hombre de cabello castaño, barriga protuberante y con la Q estampada en su pecho rogó, haciendo aspavientos, que lo dejaran ingresar. El guardia, en contra de su instinto y en gesto de solidaridad, abrió la puerta los centímetros necesarios para que la humanidad de aquel personaje franqueara el umbral. Entonces una ola blanca barrió la calle y el estruendo de los cascos de la Policía montada me devolvió a mi infancia. El polvo rezumando en el despeñadero y el crepitar inconstante de las piedras trajo consigo la estampida brutal de los ‘ñus’ hacia un ‘Simba’ joven y asustado. Sentí estremecerse mi piel y, sin proponérmelo, recordé uno de los momentos más tristes de mi niñez: la muerte de Mufasa. No pude imaginar lo que habría sucedido si no nos hubiésemos refugiado. La horda de seguidores de Liga pasó poco a poco y el ambiente se tranquilizó lo suficiente como para no exponer nuestras vidas en pos de la curiosidad. ‘Gatito’ le decían a mi abuelo en su juventud, pero no era por su precaución, sino por su aspecto físico.

–Cuando yo era del España sí me fui bajando a unos de la Liga, pero ahí no eran criminales, eran puñetes. Diez contra diez, no como ahora –reveló al momento en que nos apoyábamos en el barandal que ornamentaba los restaurantes de comida rápida del centro comercial. La escolta continuó hasta la Avenida de los Shyris, donde se bifurcó el séquito ‘albo’, pero aun así en transversales, semáforos y pasos peatonales se apostaron muchos policías. Al igual que a un muñeco de trapo, vimos a un policía que trasladaba a un hincha de Liga cogiéndolo del cuello hasta una camioneta donde sus compañeros lo aguardaban.

–Está ebrio –dijo mi abuelo con desagrado, pero su rostro no fue el único de disgusto. Al lado de él, arrimado a una mesa, un hincha de Liga tenía la misma expresión de horror que la del hombre de barriga excelsa que se guareció junto a nosotros. Miré a mi derecha y, también, varios hinchas de Liga y del Quito observaban el espectáculo con sorpresa y reprobación.

***

El clásico ha terminado. Almorzamos pollo a la brasa en el CCNU y ahora esperamos en la parada un bus que nos reintegrará a la cotidianidad. América, La Marín y otras locaciones están escritas en el bus azul que se aproxima. Mi abuelo sube las gradas de metal y yo voy detrás de él. Uno de tercera edad digo mientras saco cincuenta centavos del bolsillo, y el cobrador sonríe ante el estupor de mi abuelo, que ocupa un lugar detrás de una chica de Liga. Antes de tomar asiento junto a él miro el estadio a través del cristal de la ventana posterior. Pienso en el marcador, pienso en la ignominia, y recuerdo el amor que Camus tenía por su país. Pienso que el que yo siento no es muy distinto al suyo. Amo demasiado a mi equipo como para idolatrar la estupidez, me digo. El bus arranca.

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