La Virgen del Volcán y la Virgen de Agua Santa tienen una misión mágica y trascendental: son el escudo que cuida a los moradores de Lloa y Baños. Por eso los rituales católicos de estos lugares les rinden honor
Rumbo a la procesión más alta del mundo (Video)
La geografía de Lloa hace pensar que el ganado que pasta en sus montañas ha vencido la gravedad. En medio de ese paisaje abismal y sinuoso, Manuel Pillajo lanza un señuelo al par de forasteros que lo acompañamos hacia uno de los picos del Pichincha. “Llegar a la cumbre es espectacular, desde allí ustedes verán, hacia adentro, las fumarolas”, sonríe mientras recorremos el camino zigzagueante que escala montañas y que tiene como obstáculos las piedritas que de vez en cuando exhala ese volcán.
Esquivarlas es imposible al caminar, porque son innumerables y ocupan caminos que parecen terminar en abismos: a lo lejos se ve que van a dar al horizonte. Como si construir caseríos en altas pendientes no fuera riesgo suficiente, Quito es una ciudad erigida a los pies de un coloso de dos cabezas, amenazante como un padre tirano (Rucu) e impredecible como un hijo rebelde (Guagua).
El recorrido hacia la gruta donde está una pintura que replica la imagen de la Virgen del Cinto empieza temprano. En Lloa el viento de la mañana seca el rocío y, en los días despejados, como el pasado viernes 7 de agosto, forma un contraste climático que hace imperceptibles los efectos que los rayos solares dejan sobre la piel. Por eso, los lugareños tienen las mejillas enrojecidas y el polvo se cuela en torno a sus pupilas concentrando la sangre en sus ojos. La camioneta de doble cabina de Fernando Viracucha tiene todos sus asientos ocupados y, en la parte trasera, lo que alguna vez fue una funda de cemento contiene una carga explosiva: un centenar de voladores, esos artificios de la pólvora que alcanzan las alturas para desintegrarse de forma estruendosa.
John Guevara, fotógrafo de este diario y yo nos apostamos en el cajón de la camioneta 4x4 y sumamos trece pasajeros, sin contar a los de adelante. Siete niños se acurrucan junto a la puerta y el recorrido empieza por el camino empedrado y luego por sobre las piedras esparcidas en la tierra seca que se levanta.
“Mi padre falleció a los 68 años, un año antes de eso, él caminaba sin problemas para acá”, recuerda Manuel Pillajo, uno de los devotos que inauguraron esta procesión a inicios de los ochenta y quien nos recibe en el refugio más alto, luego de un recorrido en que las paradas que hace el carro de Fernando están marcadas por el estallido de los voladores que enciende con cigarrillos que reemplaza cada tanto.
Mire un video de la procesión
Los hombres de Lloa son corpulentos o fibrosos, no hay términos medios, y las mujeres, como Angelita Pillajo, la octogenaria madre de Manuel, suelen demostrar su hospitalidad con obsequios más que con palabras. Las ofrendas para la Virgen del volcán que entregan a los caminantes serán un alivio constante en la caminata de regreso a Lloa.
Hace una década, los priostes —esa suerte de maestros de ceremonias de las fiestas populares que también son los anfitriones de la imagen que convoca esta romería— se alternaban, pero, al paso de los años la lista de postulantes fue creciendo con la rapidez que se divulgaban los milagros y favores concedidos por la Virgen del volcán.
La autoridad civil del pueblo de Lloa, Jorge Sotomayor, quien preside la Junta Parroquial, por ejemplo, se muestra complacido de haber reservado un turno para ser prioste en 2018. Este año, la familia Correa Pillajo se encarga de la fiesta que inicia con el descenso del cuadro de la Virgen y culmina, hoy, con su retorno a un pico del volcán que en 1999 formó una columna de cenizas y vapor de agua con la forma de un hongo comparable al que dejan las pruebas nucleares.
Arturo Aguirre es un rollizo extrabajador de la cantera de Lloa. Las piedras volcánicas eran la materia prima de su oficio y, como todos los años, aunque ahora viva en el sur de Quito, vuelve al rito que lo tuvo como prioste en 2006. Dayana, su nieta, suelta la mano de Arturo y se la lleva a sus ojos asediados por el viento; lo acompaña por primera vez mientras él recuerda cada madrugada en que la romería ha escalado la pendiente para devolver a la Virgen a su gruta, a su misión.
La espiritualidad barroca de los lloenses tiene un origen andino: las imágenes religiosas toman el lugar de los santos y vírgenes que representan. El objeto es el ser y la palabra tiene la consistencia de las cosas suscitando una realidad mágica.
La distancia que separa al último refugio de la gruta a la que nos dirigimos se recorre en media hora. La vista del sur-oriente de Quito es difícil de describir y arriba apenas hay un par de tanques de agua helada. En una de las piedras de la cima que rodean el altar, un letrero recibe a los fieles con la inscripción “Bienvenidos, devotos, a su Virgen del Cinto” (sic).
Unas vallas negras, de metal, flanquean el lado occidental de la gruta. Parecen una barrera instalada ahí para evitar que el fortísimo viento de las alturas se lleve a los fieles desprevenidos, uno de quienes llega con las manos entumecidas por sostener un ramo que le ha llevado a la Virgen; otro se sorprende por el vapor que exhalan sus suspiros, a esta altura, en pleno día; y el de más allá, encabeza un cántico: “te aclamamos, / Oh María, / Madre del pueblo de Dios...”.
Aunque el ritual toma un tono fúnebre, el estruendo de los voladores, que Fernando no ha dejado de liberar, recuerdan que se trata de una fiesta.
A mediados de los noventa, una treintena de trabajadores enviados por el padre José Carollo (1931-2005) —a quien los feligreses quiteños llamaron “el constructor” por las más de doscientas obras que hizo— subieron las faldas del Pichincha con las piedras que ahora están pintadas de blanco y celeste y que conforman el altar en la gruta de la Virgen, a 4.500 metros sobre el nivel del mar.
El síndico (encargado, centinela) de la Virgen, Gonzalo Sotomayor, narra uno de los milagros de la imagen que tiene su morada en las alturas: “El hermano cristiano Carlos Mosquera, de la Salle, sufrió un accidente de tránsito en la avenida Occidental y quedó postrado en una camilla de la clínica Pichincha.
Él tenía un sobrino evangélico, quien estaba perdiendo las esperanzas de que saliera con vida pero, entonces, le puso un reto a la Virgen: terminaría de retratar su rostro si su tío se salvaba. Y el milagro se dio”. Este tipo de historias son recurrentes cuando los moradores hablan de la Virgen del Cinto que cuida el volcán o, mejor, que cuida a Lloa de las erupciones y sus efectos.
“Esta virgencita nos hizo el milagro de que la ceniza no llegue a Lloa”, suelen repetir con devoción los lugareños, sin hacer caso a explicaciones geográficas. En el Santuario de la Virgen del Cinto, ubicado en Huayrapungo —voz quichua que significa “Puerta del viento”— fueron instalados refugios hace 25 años por si una erupción ocurría, entonces la ceniza volcánica paralizó el antiguo aeropuerto de Quito, pero en Lloa no hubo problemas.
Arturo Aguirre tiene otra explicación mágica en torno al Guagua Pichincha, afirma que las fumarolas no han aparecido la mañana fría en que ascendemos para bajar a la Virgen “porque el volcán es celoso con la gente de afuera. El rato menos pensado vuelven a salir. Si explotara, la lava iría hacia la Costa”.
El azufre hace que muchos lloenses lo extraigan de las cercanías del cráter, pero suelen ir derramándolo en el camino porque el peso se vuelve insoportable conforme avanza su fatiga. Eso se aplaca con el cascajo, que se extrae de minas que dejan túneles oscuros sobre las paredes blanquizcas de las montañas y sirve de material de construcción.
Los fragmentos de piedra que los campesinos le arrancan a los cerros terminan en máquinas ruidosas que fabrican los bloques con que se construyen las casas de Quito, ciudad que no deja de poblar las elevaciones que la rodean.
Arturo está convencido de que la cima en que está empotrada la Virgen del volcán es el punto exacto que divide a la Sierra con la Costa ecuatoriana, y por si el vértigo de esa afirmación no fuera suficiente, le agrega un matiz sombrío a su relato mágico: “Antes de llegar a la gruta hay que cruzar el paso de la muerte”. Al lado occidental de la pendiente, el viento de Lloa cesa luego de haber chocado con la pared montañosa e incluso se siente calor o menos frío. A veces, la temperatura también es una cuestión de fe.
La afirmación geográfica de Arturo es verosímil. Cerca de la gruta hay piedras que parecen tentar al abismo y, sobre una de ellas, una placa contiene la leyenda: “Diego Viracucha falleció el 14 de enero de 2001”. A un metro de distancia, otra piedra con otra placa dice “Galo Viracucha falleció el 16 de enero de 2001”.
Arturo cuenta que ambos primos eran guardianes del volcán e instalaban sismógrafos en la etapa en que más erupciones ocurrieron en las 2 últimas décadas, situación similar a las que protagoniza, de vez en cuando, la Mama Tungurahua, cuyo escudo, en Baños, se atribuye a otra Virgen, la de Agua Santa, que recibe los rezos y oraciones de fieles que han dejado de temerle al volcán y a los sismos que provoca.
El viernes, la parroquia Lloa amaneció con olor a azufre, producto de las erupciones parciales del volcán Cotopaxi, también hubo ceniza, pero los ritos continúan en un silencio que suelen interrumpir ciertos estruendos que la comunidad percibe como inofensivos, como los voladores o las propias erupciones.
Una explosión emotiva y alegre
Durante la madrugada de hoy, el telón de fondo sobre el que una procesión de lloenses subió a la Virgen del volcán fue una de las partes más altas del Guagua Pichincha. El frío no fue una barrera para la caminata, que se planea terminar en seis horas, desde las 03:00.
La misa en la gruta está programada para las 10:00 y tiene como fin el recibimiento de la bendición de la Virgen para la productividad agraria y ganadera de 2016. Los escudos contra las amenazas naturales del Pichincha y Tungurahua tienen nombre de mujer. (F)
Una romería de altura
La parroquia Lloa está ubicada a 30 minutos del suroccidente quiteño, entre los 1.800 y los 4.675 metros sobre el nivel del mar. Huayrapungo es su entrada y, traducida del quichua, significa: “Puerta del viento”.
El Santuario de la Virgen de El Cinto tiene un mirador natural desde donde se observan los picos afilados de la ruta de los volcanes. En la pintura que permanece en la gruta volcánica está la leyenda: “Virgen Santísima del Cinto, líbranos del ímpetu del terremoto”.
Según la leyenda, el nombre de la Virgen se debe a que por el sector pasó el Mariscal Antonio José de Sucre cuando se dirigía a librar la Batalla de Pichincha y dejó su cinto (cinturón) en este sitio como ofrenda para el triunfo en la gesta del 24 de Mayo de 1822.
La finca Yuragyacu fue la primera estación en el descenso de la Virgen del volcán; la familia Viracucha Llumiquinga repartió estofado de carne con papas y puntas como ofrenda para la Virgen. Félix Viracucha tiene 18 reses bravas y 50 lecheras en el lugar.
En el sector de Jaramillo, los feligreses comieron mote con fritada y maduro que preparó la familia de Jorge Viracucha, quien junto con su esposa, Carmen Velasco, ha recibido a la Virgen hace un lustro.
Un “numerito” (acto) para la Virgen fue organizado por la familia Viracucha Pilatuña, que puso piñatas, hizo un baile y repartió chicha de maíz antes de la “multiplicación de agua bendita” que hizo el síndico.
Cerca de unas cascadas que sobrepasan los 60 metros de altura, se repartieron papas con cebolla paiteña y choclo con queso, en un portal de madera desvencijada.
La Banda de músicos Corazón de María viajó desde el barrio San Juanito, de Pintag, para tocar alabanzas y música bailable en Lloa.
En la Pampa, Carlos Correa dio su agradecimiento a la Virgen visiblemente emocionado. Algunas mujeres lloraron.