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El Telégrafo
María José Machado

El poder del amor

28 de mayo de 2022 - 08:55

Ayer leí en Twitter que una cuenta decía, con toda claridad, “deberíamos dejar de lado la hipocresía y decir que los estudios de género no son estudios de verdad”. Le respondí, recordando las enseñanzas de la jurista costarricense Alda Facio, en su metodología para el análisis de género del fenómeno legal, que los estudios de género son de los pocos científicos porque no parten de presumir que hay un modelo de lo humano o de su generalidad y abstracción, sino hacen explícito desde el inicio el lugar de enunciación y las relaciones de poder no neutrales en la producción de conocimiento.

 

Si el conocimiento, su producción y difusión, son expresiones de poder, a partir de los estudios de género se han podido hacer evidentes los saberes y experiencias de las mujeres de todas las condiciones y nuestra situación de dominación, exclusión y múltiple discriminación tanto en el espacio “privado” –el de la familia, los afectos, la pareja, la casa y la vida íntima– y en el ámbito público –el del trabajo asalariado, las relaciones sociales, la opinión pública y la política–. De hecho, la misma división sexual del trabajo o la sexualización de las tareas en públicas y privadas y la asignación naturalizada de las últimas a las mujeres, con la consecuente jerarquización de estas tareas (porque son menos valoradas económica y socialmente); son resultados del sexismo y del patriarcado: un orden donde los hombres valen más que las mujeres, las niñas y los niños y donde la autoridad y el poder lo tienen ellos.

 

Dos conceptos importantes describen un conjunto de situaciones que recrean un contexto que favorece la dominación masculina y la sumisión de las mujeres: la plusvalía emocional y el trabajo emocional. Anna Jónasdottir, politóloga islandesa y académica de estudios de género, acuñó en su libro “El poder del amor” la noción de plusvalía emocional, como la dependencia afectiva de las mujeres de los hombres y de las hijas e hijos y la noción del sacrificio de nuestras vidas a favor de los demás y a entregarlo todo a costa de no amarnos a nosotras mismas. Analizando la distribución inequitativa de la autoestima, y cómo en familias nucleares, heterosexuales y patriarcales, por lo general somos las mujeres quienes peor autoconcepto tenemos, mientras los varones probablemente triunfan en sus carreras y gozan de prestigio, tiempo libre y autonomía económica; uno de los factores claves es esta injusticia fundamental.

 

Para Jónasdottir, “es altamente probable que el hombre se apropie de una cantidad desproporcionadamente grande de los cuidados y el amor de la mujer, tanto directamente como a través de los hijos. Es como una alineación de nosotras mismas en aras del amor, y tanto éste como el poder dar vida son los dos bienes disponibles que el hombre utiliza de forma individual y colectiva para seguir dominando a las mujeres; bienes que son totalmente insustituibles en el proceso productivo y por tanto determinantes en última instancia. Precisamente de ese amor y cuidado que dedicamos a los hombres es de donde ellos sacan la autoridad y la seguridad que necesitan para seguir ejerciendo el poder. Si el capital es la acumulación de trabajo alienado, la autoridad masculina es la acumulación de amor alienado”.

 

Los estudios de género son por esencia críticos e interseccionales y permiten analizar las especificidades de las vidas de varones, mujeres y personas de las disidencias sexogenéricas, a la luz de las diferencias de oportunidades, roles y apreciación social de que cada uno goza por haber nacido considerado hombre o mujer. Victoria Sedón de León afirma que la explotación también es de la dedicación emocional. No basta, entonces, la autonomía económica y la política, sin la independencia emocional. Las mujeres necesitamos de espacios en los que no ejerzamos de esposas, ni de madres, ni de amantes, donde seamos mujeres nuestras, dedicadas a proyectos personales. Una serie de enfermedades feminizadas como las autoinmunes tienen relación directa con el estrés crónico, la incoherencia entre nuestros deseos y nuestras vidas y el abandono propio. Nos produce angustia y malestares sin nombre ser excesivamente responsables y preocupadas por lxs demás.

 

Estas lógicas de injusticia se trasladan también al trabajo considerado productivo. Desde las teorías marxistas sabemos que hay personas que solo cuentan con su cuerpo y su fuerza de trabajo como elementos para subsistir. Si bien el sistema capitalista con sus aberraciones empobrece a la mayoría de las personas, siguen siendo las mujeres las peor situadas. Las mujeres en el ámbito laboral realizamos trabajos de “cuello rosado”, es decir, aquellas que requieren de una enorme concentración y responsabilidad, pero con baja remuneración y capacidad de decisión y de ejercicio de poder; por contraste con los trabajos de “cuello blanco” como los de los políticos y empresarios de alto nivel, copados por varones y de los de “cuello rojo”, copados también por varones empobrecidos.

 

Labores de secretaría, de trabajo técnico en el sector público, de dedicación a las labores de inclusión y protección social están altamente feminizadas y son emocionalmente comprometedoras, se convierten en extensiones de nuestro trabajo en casa. Los trabajos de cuidado humano en su expresión cuerpo a cuerpo, como la peluquería, las labores domésticas, la enfermería; son considerados “de mujeres”, como los cuidados a niñxs, personas enfermas y con discapacidades y personas adultas mayores. Cuando no es directamente gratuito, este trabajo es poco remunerado y recae en los hombros de las mujeres de las familias o de trabajadoras del hogar remuneradas que son mujeres empobrecidas y racializadas.

 

La disposición emocional positiva no solamente se exige a las mujeres en nuestras relaciones íntimas o “privadas” sino también en el trabajo asalariado. La socióloga norteamericana Arlie Russell Hochschild definió el trabajo emocional como algo que trasciende a lo privado y se vuelve un valor de mercado. La socióloga colombiana Luz Gabriela Arango explica la doble lectura del trabajo emocional: como el esfuerzo que realizan las personas para ajustar sus emociones a las normas sociales (1979) y, posteriormente, como el uso de las emociones en espacios laborales para producir reacciones positivas (1983) “estas categorías enfatizan la alienación de las trabajadoras que experimentan una disonancia entre las emociones sentidas y expresadas, el tener que fingir que están bien para agradar y producir sentimientos positivos en la clientela”.

 

Un aspecto fundamental de nuestro proceso de conciencia profunda como mujeres de la situación de discriminación estructural en que estamos es la puesta en valor del trabajo que realizamos para sostenernos y sostener a las demás personas no solo con vida, sino emocionalmente bien y felices. Alguna vez tuvimos discusiones en redes sociales sobre la necesidad de desvelar estas injusticias y “ponerles valor” a las cosas que usualmente hacemos en las relaciones de pareja y de familia, como mujeres, a lo que llamamos amor. Sin embargo, nos hablaron del peligro de la “mercantilización” de los afectos, como si estos, efectivamente, no estuvieran mercantilizados, pero en nuestro perjuicio; en tanto un exceso de amor, por decirlo de alguna manera, de las mujeres hacia los hombres en las relaciones heterosexuales, mantiene desde su autoestima hasta su poder y autoridad, y no siempre es recíproco.

 

En todas las clases sociales somos generalmente nosotras quienes postergamos nuestros proyectos por un valor más alto como “la relación” o “la familia”. Una expresión clara de estas renuncias está en la carrera académica. La mayoría de universitarias son mujeres –la única “brecha” a nuestro favor–, somos las mejores estudiantes, pero llegamos poco a ser docentes, autoridades e investigadoras. El trabajo intelectual también es trabajo emocional y requiere de tranquilidad, espacio propio, mente despejada y tiempo a solas; pero a la par de apoyos económicos como becas y de redes de cuidado que los hombres siempre han tenido a costa de sus compañeras o madres y que nosotras casi no tenemos.

 

 Las mujeres, no por naturaleza, sino por educación y por el cumplimiento consciente o inconsciente de lo que se espera de nosotras, tendemos a convertirnos en las madres de nuestras parejas, a prodigar una serie de mimos, cuidados y servicios emocionales. En el modelo arcaico de relaciones heterosexuales, como el vivido por nuestras abuelas o por las amas de casa norteamericanas de clase media, blancas –otra fue la realidad de las mujeres negras, trabajando afuera desde siempre– cansadas de limpiar y cocinar de los años cincuenta y atrapadas por la mística de la feminidad, existía una tajante división de los roles de género; cuidadora y proveedor: de todos modos, aunque desigual, había una contraprestación. Evidentemente, no siempre funcionaba esta fórmula, por algo una de las condiciones más penosas para las mujeres, hablando en términos económicos y de apreciación social, eran la soltería, el divorcio o la viudedad y la dependencia económica en cualquier época es nefasta y una de las condiciones que más dificultan las salidas de círculos de violencia.

 

En estos años de cambios vertiginosos en los roles de género, las mujeres hemos demostrado que no solo podemos ser autónomas económicamente, sino que las situaciones de abandono masculino o de irresponsabilidad de los hombres nos llevan queramos o no a asumir sobre nuestros hombros la obligación de proveer a nuestras familias. El problema grave de este esquema es que no existe en el interior de los hogares una división realmente equitativa de las tareas domésticas y de cuidado, lo cual genera una doble carga a las mujeres. Como feministas se espera de nosotras que reneguemos de los roles de género y que los deconstruyamos. Esto es clave, por supuesto, pero si ese proceso no se fomenta desde las políticas públicas y también desde nuestras parejas, el resultado es que nos quieren serviciales, emocionalmente disponibles, pero, además, autónomas económicamente y hasta proveedoras –y bellas–. Los roles de género no son abstracciones teóricas, son realidades. Mientras no haya igualdad absoluta en lo doméstico, parte de las acciones afirmativas de los arreglos en pareja y de la responsabilidad estatal debería ser la compensación económica del cuidado.

 

Así que, como dice la filósofa italiana Silvia Federici, es un engaño que el trabajo asalariado libere a las mujeres, mientras los trabajos domésticos y de cuidado sigan siendo fundamentalmente realizados por nosotras y, además, gratuitos. Ella propone la remuneración del trabajo doméstico y su desnaturalización como un trabajo “por amor”, para liberar los tiempos de las mujeres y nuestra posibilidad de participar en movimientos sociales y políticos.

 

Escuchando las historias de las mujeres, pocas han/hemos tenido la posibilidad de la vida propia, aun siendo económicamente activas. Últimamente los enlatados de Netflix cambian los finales felices esperados en la unión de una pareja por la huida de las mujeres hacia un “cuarto propio” –propuesta política de Virginia Woolf hacia las universitarias de su tiempo para que ganaran dinero y un espacio de su propiedad para hacer lo que quisieran sin ser interrumpidas, sin miedo y sin rendirle pleitesía a nadie (Rivera, 2003)–. Aunque varias pensadoras han anotado el papel gravitante que tiene todavía en nuestra psique la necesidad de un vínculo afectivo y el sueño profundo de casarse y tener hijxs, aspecto que no se ha modificado gran cosa; cada vez más mujeres buscamos un compromiso con nosotras mismas como expresión radical de autonomía.

 

Pero como dice Carolina Urquizo, la independencia económica no es suficiente, pero la emocional es clave. Si no, tenemos cada vez más mujeres sobrecargadas, explotadas laboralmente, autoexigentes y con menos tiempo para la vida personal y en comunidad y todavía obligadas por la costumbre y los cuentos de Disney a ser cariñosas, bellas y serviciales. Lograr una mayor igualdad en lo económico requiere de cambios estructurales y de acciones afirmativas a favor de las mujeres. En el ámbito emocional e individual, aunque muy difícil de cumplir para tantas, está, quizás, dirigir esa energía que damos a los hombres de nuestras vidas y a los hijos e hijas, hacia nosotras mismas. El momento en que las mujeres dejemos de dar servicios gratuitos se cae el mundo como lo conocemos.

 

Hace años la encuesta de relaciones familiares y de violencia de género decía que solo el 20% de las mujeres se mantenían en relaciones de abuso por dependencia económica. A veces, aunque suene muy triste, pagamos para que nos maltraten. Antes podíamos depender económicamente de nuestros maltratadores, pero la violencia contra nosotras no ha cesado por trabajar y tener dinero, porque la dependencia emocional es un vínculo fuerte y está en el corazón de las relaciones abusivas. Las mujeres víctimas de violencia no se separan de sus maridos por procesos psicológicos complejos como la adaptación paradójica a la violencia y por la sistemática y progresiva destrucción de la autoimagen y de la confianza propia.

 

Los vínculos traumáticos impiden a las víctimas pensarse por fuera de relaciones que las oprimen, ven a sus agresores como poderosos, mientras tienen una visión de sí mismas como débiles y pequeñas. Existe una esperanza de regresar a mejores tiempos, una renuncia a la libertad a cambio de seguridad para una misma y para las hijas e hijos, un anhelo de que el agresor cambie y regrese a como era en la fase de luna de miel, o un terror de denunciar o separarse, porque estos dos momentos son los que desencadenan, por lo general, atentados fatales como el feminicidio. Existe una minimización de los hechos y su consecuente justificación. A lo mejor exageré, quizás no fue para tanto, estaba borracho, yo también tengo mis cosas, qué dirá la sociedad, qué dirá mi familia, qué será de mis hijxs. Estas situaciones emocionales poderosas explican que el 90% de víctimas no denuncien la violencia que viven y tampoco se separen de sus parejas. No queremos mercantilizar las emociones, pero sí hacer notar que estas ya están mercantilizadas y en nuestro perjuicio. Las mujeres somos quienes más amor y bienestar damos, por nuestra socialización, a los hombres como conjunto, y quienes menos afecto recibimos de esos mismos hombres, cuando no hablamos ya, directamente, de la violencia que muchos ejercen sobre nosotras en nombre del amor.

 

Amarnos radicalmente a nosotras mismas no es un proceso fácil ni un proceso popular. Todavía se glorifica a las mujeres sufrientes como modelos y es comprensible y legítimo que las mujeres que lo han dado todo por lxs demás pongan en valor sus biografías. O la religión como dispositivo de control nos da el consuelo de esperar a ser felices en el cielo, en otras vidas, o de ser felices viendo felices a lxs nuestrxs. Tantas de nosotras ni siquiera sabemos qué nos hace felices a nosotras. Descubrirlo puede tomarnos años o toda la vida. No importa el momento en que podamos identificar ese cuarto propio, nunca es tarde para esa felicidad. Ese es el poder del amor propio.

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