Su vida transcurrió en Guayaquil (10 de agosto de 1915-15 de junio de 1996), con interrupciones debidas a las prisiones y exilios que a lo largo de su vida debió soportar. Confesaba ser “hijo, nieto, biznieto y tataranieto de campesinos pobres, pero libres”, guardando especial recuerdo para su padre, Manuel Medina Álvarez, testigo y actor de la jornada del 15 de noviembre de 1922, quien lo inició en el camino de la militancia revolucionaria.
Militó desde muy joven en las filas del Partido Comunista del Ecuador y fue despedido bajo esa bandera, mientras sus coidearios entonaban en la Casona Universitaria ‘La Internacional’. Ángel F. Rojas lo calificó de “marxista químicamente puro”, en el prólogo de su magistral obra de 772 páginas, Estados Unidos y América Latina: siglo XIX, que obtuvo el premio Casa de las Américas en La Habana, durante su segundo exilio.
Es larga la enumeración de sus libros, escritos casi desde sus días de estudiante en el colegio Vicente Rocafuerte, hasta los publicados en la década del 90. Colaboró en diarios y revistas dentro y fuera del país, y desde 1988 en EL TELÉGRAFO.
Entre la militancia y la investigación histórica, durante su destierro en Chile en 1940, tuvo un papel protagónico en el retorno -después de la ‘Gloriosa’- de Velasco Ibarra, con quien colaboró en la redacción del programa político de ADE. Nombrado Secretario Nacional de Información, declinó esa designación por presión de los grupos de derecha que rodeaban a Velasco. Fue diputado por Los Ríos en la Asamblea del 44 y, desde 1949, miembro de la Casa de la Cultura.
En 1946 contrajo matrimonio con la dama guayaquileña Mercedes Capelo, formando un hogar feliz junto a sus cinco hijos. Recibió numerosos homenajes, entre ellos la medalla que le otorgó el Municipio guayaquileño en 1945, reconociéndolo como “ciudadano que ayudó a mantener el prestigio de la ciudad y su tradición de rebeldía y guardianía de la libertad en Ecuador”. El Dr. Medina fue jurista, catedrático, historiador y político.
Tuve el honor de conocerlo como docente de la Facultad de Economía, en la cual ejercí el subdecanato. Mantuvimos una amistad fraterna que se extendió a su familia. Lo recuerdo, con su puntualidad característica y versación sobre la temática a su cargo. Me impresionó su afán investigativo, que no se detuvo ante la negativa de la Cancillería del acceso a sus archivos; por ello se documentó directamente en los documentos desclasificados del Estado norteamericano. Su obra constituye, junto a la de Roberto Andrade, José Peralta, Oswaldo Albornoz, Elías Muñoz, Agustín Cueva, Bolívar Echeverría, una guía científica para quienes indaguen en las raíces de los problemas que agobian a Ecuador.
En el homenaje que le ofrecimos en sus 70 años en este mismo escenario, dijimos que “para nosotros reviste especial importancia su insobornable posición democrática”, aserto en el que hoy nos reafirmamos. El país le adeuda la publicación de sus obras completas y el homenaje público que merece uno de sus mejores hijos. (O)