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El Telégrafo

Una historia del edificio donde está mi apartamentico

23 de junio de 2017

Un día, hace poco menos más de dos meses, la vida en el edificio cambió de manera radical. Todo por culpa de Maduro, claro. Resulta que una tarde, un grupo de encapuchados quemaba y rompía cosas para hacer su barricada delante del edificio, y claro, se defendían lanzándoles molotovs a la guardia y la Policía que pretendían violar su derecho a quemar y romper cosas para hacer su barricada. Esos muchachos cerraban nuestra calle con nosotros adentro en nombre de la libertad. Ellos son nuestros ‘libertadores’.

Así, una tarde, cuando llegó la guardia nacional a llevárselos presos, no dudamos en abrir el portón para que los libertadores se refugiaran en nuestra propiedad privada, inviolable, sagrada, aun en esta ‘dictadura comunista’. Entraron corriendo con sus escudos, con sus capuchas, hediondos a gasolina, pobrecitos. Caía la noche, la guardia no se iba y había que resguardar a nuestros héroes. Así, terminaron en la sala de fiesta del edificio. Les bajamos comida, cobijas y algunas almohadas. Allí pasaron la noche.

Apenas amanecía cuando salieron todos a retomar la calle; a rehacer la barricada que nos mantendría presos en nuestras casas en nombre de la libertad. Otra refriega con los esbirros al final de la tarde, otra vez los encapuchados alojados en nuestra sala de fiesta. Esta vez más confiados, hasta se quitaron las capuchas para comerse los sanduchitos que les bajamos.

Como la lucha es para largo, por eso se llama resistencia, los héroes encapuchados empezaron a hacer turnos de calle. Mientras unos destrozaban cosas afuera, otros destrozaban la jardinería de nuestro edificio, usando nuestros lindos materos de brillantinas como sillas, tarimas y camas. Sin que nos diéramos cuenta, cada vez que abríamos el portón para salvarlos, se metían dos o tres nuevos encapuchados a vivir en nuestro edificio. Pronto empezaron a ponerse pesados, como toda visita que se queda más de la cuenta. Ya no se conformaban con sanduchitos y jugos. Uno de ellos me preguntó, casi amenazante, si tenía whisky en mi casa. Les tuvimos que bajar esa noche una botella de Pampero Aniversario que teníamos guardada en casa por si llegaba una visita.

Llenaron la sala de fiesta y los pasillos del edificio con escudos, botellas de vidrio, y bidones con gasolina, que dejaban arrumados en cualquier parte. Con Miguel, el vecino de 8-B, la cosa fue más de miedo: en la entrada de la calle, nuestros huéspedes encapuchados le habían cobrado peaje para dejarlo pasar. Todo el efectivo que llevaba, que no era mucho, y por no ser mucho, también tuvo que entregarles su celular.

Tras varias semanas, finalmente llegó la guardia a buscarlos definitivamente, porque ya, desde nuestro edificio, habían herido a varios de ellos. Fue una noche larga y tensa que cedió a un amanecer raro, sin humo, sin ‘héroes’ durmiendo en los pasillos y escaleras del edificio. La calle, con las cicatrices que le dejó el destrozo, el poste a un lado junto a un árbol que corrió su mismo destino, la calle herida, pero despejada.

En el edificio respiramos aliviados. Miguel, el del 8-B, se subía en su carro con sus 3 niños que volvían por fin al colegio. “Qué cagada que se llevaron a los héroes”, me dijo sin convicción. “Qué cagada, sí”, le contesté, cruzando los dedos para que no vuelvan nunca más. (O)

Carola Chávez

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