Eran los inicios del siglo XX, cuando por primera vez en muchos años se quiso retomar una obra que en su momento fue un sueño, pero que por más de 30 años no dejó de serlo: un sueño. Por fin en Ecuador, un resplandecer enorme surcaba la política, un resplandecer lleno de fuerza, vitalidad, solidaridad y soberanía.

Así, bajo el ilustre liderazgo del Viejo Luchador, no solo se construyeron kilómetros de camino, sino un remanente material de lo que significa la lucha por un pueblo, la lucha de un país y, por supuesto, la incansable batalla para, junto a la integración, romper los lazos tan devastadores de la ‘competitividad financiera’ que desunieron de manera descomunal, en su momento, a Ecuador.

Alfaro, cómo no, ¿quién más para dar luz y vida al proyecto soñado por cientos y odiado por pocos? Los de siempre, que en 1912, para desgracia de la patria, lograron su cometido, callando a un pueblo.

Y pocos años después, el ferrocarril de Ecuador no era una realidad, era un vano sentimiento que con nostalgia se recordaba en los pueblos del país, un sentimiento que llenaba de lágrimas los ojos de los abuelos ante su gente. Un sentimiento que desde que al país se le impuso una mordaza, en enero de 1912, no era más que un nostálgico recuerdo.

Pero hace cerca de una década, los añorados sentimientos renacieron, los maderos volvieron a retorcerse, los rieles se volvieron a formar y, después de mucho tiempo, en el país el silbato de un caballo de hierro sonaba en el horizonte. El tren, ¡el tren de Alfaro! Se repiten todavía los grandes hombres que saben que ese silbato no solo representa una belleza material del color de la lucha; sino que demuestra la inexorable multitud de valientes voces, fuerzas y trabajo que han renacido tras un rojo amanecer; como señala la canción; demostrando, ahora más que nunca, que la patria renace y Alfaro vive. (O)

Daniel Carrera Abad