Ningún personaje de la historia de Ecuador en los últimos cien años ha suscitado tal cúmulo de odios, de rencores, de angustias, de recelos; y también de amor y de simpatía, como la figura ya histórica, pero de actualidad del expresidente de la República Rafael Correa Delgado. Sus enemigos no le perdonarán jamás que los haya derrotado siempre electoralmente (eso está fuera de toda duda). No le perdonarán que permanentemente fue un vencedor. Si en el poder no lo derrotaron nunca, hoy que este hombre es un simple ciudadano, solamente protegido por su legado histórico, por supuesto no lo vencerán, porque la Revolución Ciudadana que él encabezó y dirigió y que lideró con destreza, sagacidad política y honestidad gubernamental, lo salva.
Muy por encima de sus yerros, que los tiene en gran medida -al fin y al cabo, hombre es y con errores- es indiscutible que su gobierno se caracterizó por una esperanza popular nunca antes vista ante la decepción de gobiernos que llegaban al poder en medio de discursos demagógicos. Lo que dijo en campaña, Correa lo cumplió.
Correa triunfó porque confrontó y no transigió. Para él, transigir con los enemigos de siempre, con la partidocracia, con la oligarquía ecuatoriana neoliberal, con el Fondo Monetario Internacional y sus adláteres nacionales, era una traición. Correa confrontó porque de su enfrentamiento los grandes beneficiados eran y lo fueron los más necesitados de Ecuador: los pobres. Correa ganó porque confrontó a los poderes fácticos establecidos, entró en pugna con intereses hegemónicos que eran intocables: el gran capital, los intereses creados de las oligarquías y la gran prensa comercial.
Correa los venció porque indiscutiblemente tenía un liderazgo fuera de lo común: grande inteligencia, altura de miras, ropaje ético que lo blindaron y lo hicieron invencible; y por eso le temieron y lo respetaron, incluso sus más acérrimos enemigos. Correa los venció porque de la confrontación social y política, él sabía que eso implicaría el ataque despiadado a los causantes eternos de la crisis nacional. Por eso Correa no fue un presidente más, sino el líder que el pueblo necesitaba para su rehabilitación política. El pueblo se identificó con él como nunca antes se había visto en nuestra historia, y lo respaldó siempre.
Correa fue conflictivo, sí, pero con los grandes males económicos sociales y políticos que siempre tuvo Ecuador. No podía consensuar con los enemigos históricos que habían llevado a la debacle al país.
Hoy, sus eternos enemigos no se cansarán de denostarlo y calumniarlo. Dirán que su gestión gubernativa ha dado resultados económicos paupérrimos, de crisis económica, pero se olvidan de la caída del precio del petróleo y otros factores imprevisibles, como los efectos del terremoto de abril de 2016. Se olvidan de que a pesar de estos problemas, actualmente el nuevo Gobierno recibe el país en una situación de recuperación, como lo ha manifestado el actual Ministro de Economía y Finanzas. Dirán que hubo brotes de corrupción, pero se olvidan de que el propio Gobierno entregó a los corruptos a la justicia.
Estoy seguro de que en las noches luminosas de Quito o en las noches espléndidas de Europa, el hálito vital revolucionario de Simón Bolívar, el espíritu de Eloy Alfaro, de los grandes líderes que ha tenido nuestra patria, de sus mártires, harán vibrar el espíritu de este hombre singular al que le tocó, como dijo Bolívar, “la misión del relámpago: rasgar un instante las tinieblas, fulgurar apenas sobre el abismo y tornar a perderse en el vacío”.
En ese trance seguramente regresará y volverá con más fuerza. (O)
Dr. Eduardo Franco Loor