A punto de cumplir sus primeros 5 años, la República de Sudán del Sur, el Estado más joven de la Tierra y uno de los más pobres, aparece en el primer puesto del Índice de Estados fallidos durante los últimos dos años, desbancando pronto a Somalia, el Estado fallido crónico por antonomasia.
Superada la fractura racial y religiosa con sus excompatriotas del norte, su relación se hace ineludible para exportar el petróleo, debido a que Sudán del sur no tiene acceso al mar. Tras la firma del acuerdo de paz de 2005, los ingresos por el crudo fueron divididos en partes iguales entre ambos sectores. La pugna ahora tiene un cariz étnico; en diciembre de 2013, después del fracaso de un golpe de Estado, se desencadenó una guerra civil protagonizada por los pueblos dinka y nuer que todavía continúa.
Las fronteras triplemente ficticias sobre la maleabilidad de instituciones casi inexistentes hacen que solo la fuerza de grupos enfrentados por la rapiña se impongan por el control de este gran tesoro de 619 745 km² y 10’334.000 habitantes.
Como tantos otros países de África, su demarcación comienza desde esa especie de gerrymandering tribal que los imperios europeos hicieron con las formas de sus colonias, creando confines más artificiales de lo que son de por sí, lo que desencadenó desequilibrios de poder, genocidios, democidios y separatismo. Todo lo cual ha tenido como máximo soluciones insuficientes en el reparto interétnico de recursos, calculadas más por su identidad que por su necesidad, en una versión africana de la wafelijzerpolitiek belga.
El futuro se vislumbra demasiado difícil y lo poco conseguido por vecinos mayores puede desmoralizar aún más. La principal alternativa al caos parece ser la dictadura autoritaria crónica, que exceptuando a caricaturas como la que representa Robert Mugabe en Zimbabue, se despojó de la apariencia estrafalaria de Jean-Bédel Bokassa, Idi Amin o Mobutu Sese Seko, alcanzando un perfil más bajo. Camerún, con Paul Biya en el poder desde 1982, es un ejemplo de eso. Aunque la seriedad superficial no les quita peligro: Pierre Nkurunziza busca eternizarse en la Presidencia de Burundi reciclando la misma retórica del odio a los tutsi que provocó el genocidio de 1994.
Tras los Estados fallidos y las dictaduras perpetuas, sin desprenderse totalmente de la pobreza, surgen algunas promesas que tímidamente escalan la empinada pirámide del desarrollo humano: Ruanda, después de tanta violencia, comienza a mostrar progresos tratando de emular las fórmulas de Singapur; Botsuana, gracias a la inversión en educación del 10% del PIB, permanece estable; y algunos países de África del Oeste se hacen más democráticos: de los quince que conforman la zona, trece han celebrado elecciones durante los últimos ocho años, con Senegal como el único país africano que nunca ha alumbrado ni un golpe de Estado ni una guerra civil.
Los sursudaneses tienen el duro desafío de comenzar desde el subsuelo, pero poseen lo que la mayoría del continente, juventud y recursos, para ascender, mediante la educación, hacia la activación de la potencialidad de emprender un sendero libre de miseria y violencia sectaria. La base de este esfuerzo se encuentra en el pragmatismo que personificó Nelson Mandela: “Si quiere hacer las paces con su enemigo, usted debe trabajar con él”. Como un niño soldado en un centro de desmovilización, en la oscuridad de la flamante tierra más vetusta el más joven Estado ajado espera. (O)
Augusto Manzanal Ciancaglini. Politólogo