Parecería que la impunidad en Ecuador garantiza fama y fortuna en las más altas esferas del gobierno a los mal llamados ‘vivos’, es decir, a los autores, cómplices y encubridores de la corrupción. Para sus allegados, el botín político asegura, además, puestos estables bien remunerados que financiamos todos los ecuatorianos.
Diariamente la familia ecuatoriana desayuna escándalos de audacia y cinismo a través de los medios de comunicación, mientras hace milagros en la hipotecada economía para dar de comer a sus hijos, víctimas de la violencia, el abuso y el desempleo, absortos e impotentes al mal ejemplo que reciben las futuras generaciones.
¿Viveza? ¡No! Apenas delincuencia común disfrazada de revolución, impulsada por quienes en una década tiraron sus vidas a la basura con la honra de sus descendientes, miserables prófugos de las coimas, sobreprecios y sobornos, de la compra fatua, del sobresalto en el sueño y de las urgentes necesidades de corto plazo. Pobres, pero tan pobres, que solo hicieron dinero, mal habido por supuesto.
Vivos e inteligentes son los ecuatorianos decentes que construyen la existencia con principios y valores. Aquellos que saben que hay que recuperar la institucionalidad ética del país como prioridad suprema y la confianza permanente de su gente.
Llegó el momento de afirmar que un gramo de trabajo honesto vale más que la picardía con plumas de pavo real. Lo mejor de Ecuador son los buenos ecuatorianos.
Aurelio Pontón