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El Telégrafo

¿Y tú cómo tratas a tu “perol”?

22 de octubre de 2013

Valga aclarar desde el principio que el despectivo y odioso término “perol” es usado para suscitar una reacción. ¿Pero cuál reacción? ¿Una reacción anclada en un estéril y a menudo hipócrita sentido de lo políticamente correcto, o una con raíces que ahondan en una real comprensión de la alienación que viven las trabajadoras del cuidado?

En Ecuador, así como en casi toda América Latina, las domésticas han acostumbrado a la clase media a vivir en una comodidad inusitada, que en Europa y Norteamérica es exclusiva de las élites. El bajo costo de la mano de obra permite gozar de un lujo que desresponsabiliza al individuo y promueve su autocondescendencia. ¿Y con qué se les recompensa a quienes nos tienen lista la comida, limpian la casa, planchada la ropa, bien cuidados los niños? Por lo general, con sueldos vergonzosos, obligándolas a comer aisladas del resto de la familia, chantajeándolas sobre la siempre latente posibilidad de un inminente reemplazo, forzándolas a horas extras no remuneradas, y en fin, relegándolas a cuartos que dicen mucho sobre cómo el racismo ha logrado permear incluso la arquitectura del país. No se puede seriamente hablar de emancipación humana si no nos proponemos la necesidad de prescindir de la subordinación de otros seres humanos para nuestros servicios personales. El típico contra-argumento es que se está generando empleo y dando una oportunidad a personas que de otra forma carecerían de otras perspectivas. No una respuesta empíricamente equivocada, pero circunnavega el meollo del asunto y provee un pasaporte moral de limitada validez.

El Ecuador ha apostado por la construcción de una sociedad del conocimiento y de empleo pleno y digno. En las futuras dos décadas, las estructuras productivas atravesarán un proceso de diversificación y ampliación, dotando a bienes y servicios de un mayor valor agregado, lo cual irá de la mano con una preparación más amplia para todos. No significa que dejarán de existir las domésticas, pero serán muchas menos y serán más profesionalizadas. Eso permitirá sueldos más altos, una menor subordinación y la limitación de sus servicios a lo esencial.

No es necesario esperar hasta ese momento. Existe entre muchos de los que apoyamos el proceso de cambio en el país una doble moral: revolucionarios en el discurso, retrógrados dentro de las paredes de la casa. Los que estamos persuadidos de que una revolución no puede basarse en un simple cambio de las instituciones, y que se requiere  una renegociación radical de las relaciones humanas, tenemos el deber ético de cortar con el trato patronal hacia quien nos rinde la vida más (¿demasiado?) cómoda y transitar hacia una plena autonomía. Buen vivir no es solo una vida holgada, buen vivir es responsabilidad.

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