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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Vivir para verlo

11 de febrero de 2015

Parecía imposible, dada la orientación que había tomado la jerarquía eclesiástica a partir de la elección de Karol Wojtyla como el papa Juan Pablo II. Es inolvidable, por ejemplo, la reprimenda, con dedo acusador y todo, que le dio a Ernesto Cardenal en su visita a Nicaragua. Cómo le regaló al Opus Dei tantas y tanta diócesis, sobre todo en América Latina. Cómo ignoró la súplica de aquel obispo salvadoreño que lo único que pedía era una voz de autoridad para la constante masacre contra los pobres de su país.

Si bien el papa Wojtyla, tal vez en un acto de impacto mediático, en algún momento visitó la Cuba de Fidel Castro, también es cierto que las fotografías de la época lo muestran en muchos encuentros con el inolvidable (lamentablemente) presidente Reagan, aquel de la Guerra de las Galaxias.

Durante el siglo XX y buena parte de lo que va del XXI, la posición de la Iglesia católica y, sobre todo, de su jerarquía en los controversiales temas relacionados con la salud sexual y reproductiva, así como en ciertas cuestiones políticas, siempre se mantuvo del lado más conservador posible. El nombramiento del papa Benedicto XVI también formó parte de esta estrategia para llevar a las ovejas al redil de la obediencia y la aceptación de un constante contubernio con los poderosos.

Pero el papa Juan XXIII, en su breve pontificado, había hecho que algunos sectores de la humanidad se ilusionaran con una iglesia más cercana a su pueblo, a los pobres que habían puesto toda su confianza en un dios más amoroso que justo y en las más revolucionarias enseñanzas de la doctrina de Jesús. Y todos los esfuerzos de Juan Pablo II y Benedicto XVI por retomar el hilo conservador de casi veinte siglos de historia lo único que consiguieron es que la desconfianza y la apatía apartaran a un gran número de fieles. Esto unido, por citar un caso, a los zapatos Prada de Ratzinger, en rojo pontifical, exhibiéndose insultantemente ante la miseria del mundo.  

Ya sin recursos legales ni de presión para impedir la desbandada de la feligresía más pensante y consecuente, hubo que cambiar de Papa. Y el Papa tuvo que realizar algunos trabajitos pendientes, como por ejemplo acordarse de aquel verdadero santo que otrora fuera reprendido e ignorado por el papa Juan Pablo II: monseñor Óscar Arnulfo Romero. Pastor, como pocos. Padre, no padrastro. Mártir, igual que otros tantos ignorados por el poder. Reconocerlo no es un privilegio ni un favor, sino, desde la óptica cristiana, un acto de justicia impostergable.

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