Aquella frase desafiante, inmersa en una melodía popular que evoca las hazañas militares del general Manuel Serrano, la escuché por primera vez en el hogar de sus descendientes. De igual manera y de la misma fuente conocí hechos fundamentales de su hombría de bien, las acciones a favor del terruño, de su trágico e injusto destino y la calidad de su existencia; y por respeto a su memoria, debo intentar asumir con toda humildad el relato sucinto y verdadero de su heroica sustantividad.
Oriundo de Machala, Manuel Serrano fue uno de los ecuatorianos provenientes de la burguesía rural que cerró filas junto al ínclito caudillo radical Eloy Alfaro, y como tantos nacidos en ese entorno -Luis Vargas Torres, Nicolás Infante Días y otros- entregó su fortuna personal y, más tarde, su vida a la causa de la revolución.
Aún a despecho de pocos historiadores que han querido denostar la figura de Alfaro y “sus tenientes”, el coexistir de él y los otros masacrados en esa fecha nefasta corresponde a existencias denodadas y valiosas, sus obras están perennizadas en el tiempo y, por tanto, las perversas intenciones de quienes solventan su descalificación histórica, o su invisibilización, solo tienen eco en las tinieblas del oscurantismo.
Las actuaciones del general Serrano, tanto en el campo castrense como en el civil, fueron destacadas, y se inician en 1882 como rebelde activista contra la dictadura de Ignacio de Veintimilla. Desde ese entonces solventó la organización de una milicia campesina, cuyas armas y pertrechos fueron sufragados por él. Logró brillantes triunfos en su lugar de nacimiento, más tarde se integró a las huestes alfaristas formadas por montubios y negros que ingresaron victoriosos a Guayaquil, el 9 de julio de 1883, después de la fuga de aquel que Juan Montalvo denominara “Ignacio de la Cuchilla”.
Tiempo después, cuando el Ecuador fue conmovido hasta los cimientos, por el crimen del alquiler de la bandera nacional y observando que una nación amortajada por el dolor vergonzante y la ira santa percibía impaciente con los labios y los puños apretados cómo los grandes culpables: el renunciado presidente de la República, Luis Cordero; el jefe del Ejército, Flores; y el gobernador del Guayas, Caamaño; convictos y confesos del oscuro negociado con el lábaro patrio, se escapaban de la justicia, con la complicidad del presidente en funciones Lucio Salazar, que había pactado previamente con el general Andrade, sublevado contra el régimen en las provincias del norte de la Sierra, se produce el pronunciamiento de Chone el 5 de mayo de 1985.
La pronta reagrupación de las guerrillas alfaristas en tierra manabita alientan a Manuel Serrano para que “vele sus armas” y el 9 de mayo triunfa en El Oro y toma su capital, en coordinación con las tropas que marchaban desde Manabí; y las que lo hacían desde Guaranda deciden rodear el puerto principal ante las noticias de que una junta de notables impedía el regreso del “Viejo Luchador” a la patria que anhelaba su regreso.
En las presidencias de Alfaro, surgidas después de los laureles de Gatazo, al general Serrano se lo nombró Jefe de Operaciones para debelar los motines de derecha en el Azuay y en la provincia orense donde rindió a los facciosos. El aciago 25 de enero de 1912 fue arrancado de su hogar, conducido a la Gobernación del Guayas y presentado frente a Leonidas Plaza. Intentaron obligarlo a firmar una claudicación vergonzosa y su renuncia al grado de General, obtenido en varias batallas. Prefiriendo la muerte decretada antes que la deshonra, acompañó a Eloy Alfaro al martirio y a la eternidad.