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El Telégrafo
Aníbal Fernando Bonilla

Una visita oportuna

07 de julio de 2015

El 13 de marzo de 2013, Jorge Mario Bergoglio asumió su condición de máximo líder de la Iglesia católica. Sin duda un hecho inédito para nuestro continente y de evidente ruptura en las interioridades del Vaticano. De la fecha anotada a la actualidad, este personaje ha imprimido un sello propio en la conducción papal, especialmente ante los escándalos presentados por corrupción, lavado de dinero y pederastia provenientes del propio sacerdocio. Es una voz que cobija esperanza en medio de las turbulencias y carencias mundiales.

Cualquiera que sea la creencia o apostasía de la gente, es indiscutible el respeto generalizado que refleja la imagen del papa Francisco. Su sencillez propicia la masiva aceptación de los fieles. Su mensaje es determinante para el presente y futuro de la institución eclesiástica: “La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, la del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”.

Pero, además, su reflexión supera las puertas de la Santa Sede, ampliando la catequesis a los problemas mundanos que agobian a la sociedad. Y, es en esta esfera en donde ha conseguido la simpatía de los creyentes, aunque, también, la desconfianza en tono bajo de grupos neoconservadores. La reivindicación por la equidad, solidaridad y la dignidad humana forman parte de sus intervenciones y tarea fecunda. Sin descuidar su preocupación por el medio ambiente y, esencialmente, por la globalización que ha llevado a las naciones a glorificar al ‘nuevo imperialismo del dinero’.

Su praxis de directo influjo jesuita ha estado direccionada a favor de los más necesitados, a través de su trabajo pastoral multiplicado en las villas-miseria de su patria natal. La preocupación social es un constante objetivo que se evidencia en sus homilías y gestión pastoral. Su gracia y humildad se complementan con el recogimiento y misericordia exteriorizada en el complejo camino apostólico.

Por esto, su visita a nuestro país es un gesto sin precedentes en especiales circunstancias. Es un momento que conlleva la reflexión, y algo significativo, en torno a su palabra, que está llena de sabiduría y lección de vida: escuchar aquel pensamiento que retumba en el orbe, como un grito angustiado a favor de los excluidos(as).  

No puede ser fortuito el periplo del excardenal de Buenos Aires a suelo latinoamericano, más aún cuando se ha ratificado la honda raigambre religiosa del pueblo ecuatoriano, en claras demostraciones de fe.

Francisco I, como un remolino, agita los corazones devotos. Esa energía y fortaleza espiritual deben servirnos como vital testimonio en bien del desarrollo personal y colectivo.

Ecuador deberá hacer buen uso de la semilla dejada por el Papa en su afán evangelizador. (O)

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