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El Telégrafo
Aníbal Fernando Bonilla

Un vistazo al mar

25 de febrero de 2014

El mar tiene la sensación de la plena libertad. La brisa cobra fuerza junto al paso de gaviotas transeúntes. La gente se sumerge en sus incontenibles olas. Decide nadar sin rumbo fijo. Las aguas se alejan como las horas del pretérito y, se acercan como el vértigo que se antepone en el presente. “El mar es más/ que un paisaje,/ también es un sentimiento;/ es un corazón que late,/ negándose a seguir muerto”, canta Luis Eduardo Aute.

El mar convoca a la cavilación. Susurra con la melancolía. El hombre a través de la contemplación dialoga con su majestuosa omnipresencia. El horizonte se muestra inaccesible. El cielo se mancha de colores fuertes anunciando el colofón del día. Tras la caída de la tarde al fondo se observa una imagen de postal: el Sol ocultándose en un acto provocador e impactante. “… la eternidad./ Es la mar unida/ con el Sol”, escribe Jean Arthur Rimbaud. La playa es el refugio perfecto después del naufragio. La arena se vuelve movediza, provocando la demora del caminante. El tiempo se detiene entre el calor y la humedad. Cuerpos desnudos se abrazan reivindicando el amor. La sensualidad y el erotismo se fusionan en historias interminables de seres anónimos huyendo del absurdo entorno contemporáneo. El mar tiene una directa relación con el amor; son dos cómplices que inducen al tormento sentimental. “El mar ha sido un pretexto tan recurrente, quizás por azul, por infinito, por provocarnos tanto miedo”, reflexiona Freddy Peñafiel Larrea.

En las orillas proliferan pescadores artesanales predispuestos a morir en esas perdurables aguas. Guerreros marinos desafiando a la naturaleza.

Aventureros que bendicen a la vida a través de botes vetustos en los repentinos amaneceres. La fuerza oceánica se dibuja de azul, como los versos de Rubén Darío. En los manglares se reproducen raros animales de patas enrojecidas. La biodiversidad selvática se contrapone con la mezquina ambición humana. En los puertos se comercializan crustáceos comestibles, se intercambian diálogos que revelan frustraciones cotidianas y deseos mundanos, se entrecruzan miradas lujuriosas de ansia de carne y humedad nocturna.

Las mujeres de esos maltrechos navieros esperan que sus parejas se dispongan mar adentro, para configurar en realidad aquellas fantasías secretas, en donde las pasiones encubiertas fraguan el devenir de la decadente comarca. Los amantes clandestinos reproducen sueños en donde se escucha el golpe incesante de las aguas agrestes con gigantescas rocas detenidas desde épocas inmemoriales. “Tu cuerpo es un país donde las aguas/ salan la redondez de la mirada/ y hacen mar al mirar, encrespamiento,/ gota de amor al pan/ que en cada ola se renueva”, señala Miguel Donoso Pareja.

El piélago es la entelequia en donde el hombre guarda el dolor. Tiene en sus entrañas sabores agridulces; la sal que se impregna en la piel del prófugo citadino. También brinda felicidad cuando la soledad se ausenta del corazón y, por tanto, dos almas extraviadas se juntan entre el viento y la plenitud de la alborada. “Padre mar ya sabemos/ cómo te llamas, todas/ las gaviotas reparten/ tu nombre en las arenas:/ ahora, pórtate bien”, poetiza Pablo Neruda.

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