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El Telégrafo

Un prócer de la paz

04 de julio de 2013

Nelson Rolihlahla Mandela (Madiba) nació en Mvezo, El Cabo-Sudáfrica, el 18 de julio de 1918. Desde joven fue un líder, siendo elegido como miembro del Consejo de Representantes Estudiantiles del colegio universitario de Fort Hare, de donde fue expulsado por participar en una huelga estudiantil. Se graduó de abogado en 1942 en la Universidad de Witwatersrand. En 1944 se unió al partido Congreso Nacional Africano (ANC) y fue fundador de la liga juvenil del mismo nombre, siendo una de las principales figuras contra el apartheid como fenómeno de segregación racial.

Esta “segregación” era el símbolo de la discriminación política, económica, social y racial que sufrió el pueblo sudafricano, respaldado desde 1948 por leyes promulgadas a tal efecto, por ejemplo: los negros no podían ocupar cargos públicos y no votaban, excepto en algunas elecciones para instituciones separadas; tampoco podían abrir negocios o ejercer oficios en las áreas asignadas a los blancos; el transporte público era totalmente dividido y no se les permitía a los negros entrar en zonas residenciales de los blancos, a menos que tuvieran un pase; las áreas asignadas a los negros no tenían servicios básicos.

Tal situación llevó a una resistencia liderada por el ANC con campañas de desobediencia civil contra las leyes injustas, como la “Defiance”, y movimientos armados, como el “Punta de Lanza de la Nación”, del cual Mandela fue comandante en jefe. Por estos hechos fue condenado a cadena perpetua y encarcelado en 1964 en la isla  Robben, su prisión se prolongó hasta febrero de 1990. Luego, en 1993 recibió el Premio Nobel de la Paz y ha sido premiado con 50 reconocimientos internacionales por su labor a favor de la igualdad y los derechos humanos.  

El legado de Mandela ha sido una nueva forma de hacer política, basada en el sacrificio personal y en la práctica de valores humanos universales que, al parecer, han quedado obsoletos en las democracias occidentales. Gandhi lo inspiró y le enseñó el arma de la paciencia para combatir la humillación y de él aprendió que  la paz era más poderosa que la guerra, sobre todo cuando la lucha era contra un enemigo tan siniestro como el apartheid.

La política para él fue un código donde predominaron los más altos valores de la especie humana: la honestidad, la solidaridad, la generosidad y un alto sentido de justicia e igualdad social. Él fue la antítesis de aquellas prácticas nocivas, propias de la manera de hacer política en el Tercer Mundo. A pesar de que su nación lo colocó en el sitial de una deidad, nunca se lo creyó ni se envaneció y actuó siempre como un hombre del pueblo.

La demagogia, el clientelismo, la ambición desmedida, la acumulación ilícita de bienes nunca tuvieron cabida en el corazón y la mente de este gran prócer de la paz. Asumamos con determinación las expresiones de Mandela: “Ser libre no es solo desamarrarse sus propias cadenas, sino vivir en una forma que respete y mejore la vida y la libertad de los demás”.

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