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El Telégrafo
Ramiro Díez

Un niño con muchas vidas a cuestas

15 de agosto de 2013

Un poeta se preguntaba, al observar un pequeño huevo, si de allí nacería una torcaza o una serpiente. Nadie se hizo esa pregunta cuando, a mediados del siglo XVIII nació un niño en Francia, en medio de una familia de burgueses acomodados. Su madre murió al poco tiempo y, quizá, esta falta de amor materno lo marcó de por vida. El joven se hizo serio e insensible.

Y vino otro golpe: su padre, prestigioso abogado, bien mirado entre los vecinos, propuso a su comunidad un negocio de minería en Alemania. Todos aportaron con sus ahorros, y el hombre partió al país vecino. Regresó al tiempo, dijo que todo marchaba muy bien, pidió aportes extras, y se marchó para nunca más volver. Un sacerdote que lo conoció en Alemania afirmaba que le había confesado su deseo de viajar a Londres y luego al Caribe. Todo se resumió en la quiebra colectiva, y el destino de aquel hombre fue un misterio.

El hijo, que se llamaba Maximiliano, creció en medio del más importante acontecimiento político de su país: la Revolución Francesa. Y después de mil vicisitudes, su patria y el mundo lo conocieron como Maximiliano Robespierre. Para algunos, era El Padre del Pueblo, para otros, El Incorruptible. Pero otros lo llamaron El Terror Hecho Hombre.

En medio de aquella revolución que en principio luchaba contra la nobleza y el clero, Robespierre enloqueció.  En principio había arremetido contra las sotanas con una ferocidad sin límite, pero después se convirtió en un revolucionario místico: ordenó una campaña nacional contra los ateos o los sospechosos de serlo, y la guillotina cortó sus cabezas al lado de los contrarrevolucionarios. Hombres, mujeres y niños eran amarrados, como racimos humanos y despedazados a cañonazos. Los sobrevivientes eran enterrados vivos. Ordenó fabricar monigotes como símbolo del ateísmo, para ser quemados antes de cada matanza.

En el último año sus víctimas llegaron a ser cien mil: las mismas que en Hiroshima, pero 150 años antes, y todas a mano.

Y el terror tocó techo. Para detener la locura, la Convención Nacional decidió arrestarlo. Un grupo de hombres armados entró a su cuarto a las dos de la mañana. Robespierre los repelió, y en el intercambio de balas, un disparo le voló la mandíbula. Fueron horas de sufrimiento indescriptible. A las cuatro de la tarde del mismo día, la guillotina puso fin a sus dolores. La misma multitud que días antes lo llamaba “Padre Incorruptible”, cuando su cabeza cayó en la canastilla, dejó escuchar sus aullidos de descanso y de placer. Robespierre apenas tenía 33 años. En ajedrez tampoco hay inmortales. Juega el blanco.

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