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El Telégrafo
 Pablo Salgado, escritor y periodista

“Un golpe helado, un hachazo invisible…”

06 de febrero de 2015

Nunca estamos preparados para el dolor. Sobre todo cuando se trata de los seres más cercanos, aquellos que más amamos; nuestros padres, nuestros hijos. Y más aún, ese dolor impensado, inesperado que, de pronto, irrumpe, como un látigo que rompe el silencio en medio de la calma y la noche. Como “un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida”, diría Miguel Hernández.  

Enfrentarte a la posibilidad de la muerte de ese ser cercano y amado, conmueve y lastima. No importa que sepamos, desde siempre, que la vida no es sino un andar hacia la muerte. A la hora de la verdad, es imposible asumir ese destino en forma natural. Es imposible cruzar esa línea, casi siempre inesperada, entre la vida y la muerte sin ese dolor inmenso que araña y hiere en lo más hondo. Más aún cuando esa línea, por cualquier motivo, se rompe sin previo aviso.   

“La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida”, dice Octavio Paz en su Laberinto de la soledad. Y sí, en nuestra América, no se trata sino de que “el hombre alimenta con su muerte, la voracidad de la vida”. Y así, un ciclo infinito que se repite de modo “insaciable”. Sin embargo, al sentir la muerte en el ser amado (que no “en carne propia”), es, otra vez, el dolor el que invade, como un puñal, la vida.   

Y ya no somos los mismos. No importa que, al final, la muerte se detuvo. Y la vida recobró el aliento. 

Entonces recordamos al gran Vallejo, el cholo peruano, quien nos dice, con absoluto convencimiento, que “la muerte tiene una asquerosa puntualidad”. Ni se atrasa ni se adelanta, como en este caso. Aunque Sartre aseguraba que “siempre se muere o demasiado pronto o demasiado tarde”.

Ya no podremos ser indiferentes ante la muerte, y tampoco ya no podremos, ni debemos, seguir siendo indiferentes frente a la vida. Por eso, ya no queda tiempo que perder; el tiempo de la vida es apenas un instante. Y peor aún cuando la que se prolonga no es la vida, sino la muerte.      

Antonio Machado solía repetir que “la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos”. Y no olvidemos que Paz, en su Elegía interrumpida, nos recuerda que “suenan sus pasos, sube, se detiene…/ Y alguien entre nosotros se levanta/ y cierra bien la puerta/. Pero él, allá del otro lado, insiste./ Acecha en cada hueco, en los repliegues,/vaga entre los bostezos, las afueras./ Aunque cerremos puertas, él insiste”.

“Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida”, insiste Paz. Por eso, ahora, se trata de celebrar la vida. En buena hora. Y seguir amando. No solo a los padres o a los hijos, a todos nuestros seres queridos. Es como bien nos contaba Adoum: “Yo sé Bichito que un día me dejarás por otro, pero eso no me impide amarte, así como la certeza de la muerte no me impide vivir”.

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