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El Telégrafo

Un evangelio subversivo

15 de agosto de 2013

Es para mí una imperiosa necesidad referir unas irrisorias líneas a un guayaquileño revolucionario de espíritu, rebelde de miles de causas, verdadero cristiano comprometido, ciudadano del mundo y humanista a ultranza. Me refiero a José Gómez Izquierdo, o Padre Pepe, como lo llamábamos aquellos que tuvimos la suerte de conocer al hombre que derramaba amor a través de su afable mirada y tierna sonrisa, pero sobre todo, que marcó un ejemplo indeleble, con la entrega misma de su vida por la primigenia causa: el amor al prójimo.  

Este abogado, quien luego se ordenó de sacerdote en Roma, y que a comienzos de 1962 regresó a su ciudad para renovar la fe de todo un país, de todo un pueblo -el pueblo de Cristo-,  hace casi siete años murió, a orillas del estero porteño que tanto amó.

La importancia de su ser radicó justamente en una existencia para y por los demás, amando inconmensurablemente a todos, sin siquiera tomar en cuenta su credo, basándose en la premisa única de ser hermanos, de hacer de nuestra fe cristiana la trinchera fundamental de todos los actos que emanemos, desprendiéndonos de todo, incluso de nosotros mismos.

Su sempiterna lucha por los más “pequeñitos” nos lleva a múltiples actuaciones que marcaron su distanciamiento de un lamentable catolicismo aletargado. Muestra de ello, su apresamiento en 1976, junto a laicos y otros clérigos, como monseñor Leonidas Proaño -el “Obispo de los indios”-, so pretexto de ser “peligrosos agitadores comunistas”. Nada más alejado de la verdad, pues su camino siempre estuvo guiado por los postulados de la lucha no violenta. Un claro ejemplo fue su participación directa y frontal, pero siempre pacífica, en la huelga de los trabajadores de Cervecería Nacional, en 1989.

Pepe se convirtió en un motor generador de nuevos cristianos católicos, nacidos lejos de estáticas fórmulas de una fe pasiva y decadente. El fin: una multiplicación constante de esa solidaridad fraternal que solo la podemos aprehender en el compartir las alegrías y tristezas del “otro” como si fueran nuestras, haciéndolas nuestras. Su ausencia se la respira a medida que avanza el tiempo, y es indudable que sigue lacerando la carencia de su voz jamás prostituida y de sus preclaros ideales aún impolutos, que siempre ocasionaron una severa molestia para los sectores más recalcitrantes de la indiferencia, del egoísmo; como cuando propuso “profanamente” la venta de cierta parte del tesoro de la Iglesia, para paliar las necesidades más básicas de un Ecuador que atravesaba la peor crisis bancaria de su historia.

No me extrañó escuchar de él esta idea -entre tantas otras-, pues cada domingo siempre me recordó que el único Cristo que él conoció fue el Cristo pobre, el Cristo obrero, el Cristo campesino, el Cristo encarcelado, el Cristo desnudo, el Cristo hambriento, reencarnado en la transfiguración del vino y el pan, pero  indudablemente vivo y tangible en el más necesitado.

Su legado, cimentado en casi 4 décadas, lo podemos abrazar, no solo en los terrenos legalizados de San Pedro, Santa María de las Lomas, Sol Naciente y La Ferroviaria, donde hoy viven más de mil familias, que originalmente iban a ser desalojadas por la Junta de Beneficencia, entre tantas otras obras.

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