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El Telégrafo
 Pablo Salgado, escritor y periodista

Un cronopio en el Penal García Moreno

29 de agosto de 2014

En sus cien años, el mundo literario se ha volcado en su recuerdo. Elogios sinceros de lectores apasionados y también adulos de aquellos que aparecen solo en los aniversarios. No hay periódico o revista que no lo evoque. Y en verdad sus libros han logrado vencer al tiempo y a la muerte.  Y el centenario ha servido para nuevas reediciones y, sobre todo, para relecturas. Rayuela está cada vez más viva, como su autor, Julio Cortázar.

Cortázar nos marcó. Sus cuentos y sus personajes aún permanecen en nosotros. Horacio, la Maga, los cronopios -petulantes y malignos- y las famas. Su compromiso político, su lucidez y su mirada aguda y crítica del mundo configuraron no un modelo para armar, sino para seguir. Siempre fue un escritor querido, quizá por esa mirada de niño que no se le borraba nunca. Ni ahora, a sus cien años.

Pero hoy, antes que insistir en los elogios, quiero más bien recordar la visita -poco conocida- que Julio Cortázar hizo a Quito. Fue un 20 de enero de 1973. Eran tiempos de la dictadura del ‘Bombita’. Eran tiempos del inicio del boom petrolero, cuando el barril se convirtió en héroe y recorrió -en procesión- las calles de Quito. El escritor Jaime Galarza -columnista de EL TELÉGRAFO- publicó El festín del petróleo, lo que provocó la ira de la dictadura y fue tomado preso.       

El propio Jaime Galarza lo recordaba en un artículo publicado hace varios años: “Julio se quedó en mi celda toda esa tarde, en que también se hallaban presentes familiares míos y un par de amigos. Hablamos de muchas cosas, me refirió a la dura situación de Argentina bajo la dictadura militar que la oprimía y desangraba, mencionamos libros, planes literarios, hice para él un resumen oral de algunos cuentos de nuestro Pablo Palacio, cuya obra no conocía y que le inspiró una amarga reflexión sobre el continente, dijo: Nos desconocemos los unos a los otros”.

En verdad esa visita impresionó a Cortázar, tanto que lo contó, en una carta, a Paco Urondo, el poeta argentino preso y luego asesinado por la dictadura: “…y a lo mejor te divierte que te cuente cómo me las arreglé en Quito  hace apenas dos meses para ir a pegarle un abrazo a Jaime Galarza… Y los ecuatorianos me habían contado cosas de Galarza, yo lo había leído y de golpe zas, El festín del petróleo. Nada, doscientas páginas poniendo en claro lo que a mucha gente le interesaba mantener oscuro. Hablamos largo del festín y de otros petróleos de este continente... Me fui, claro, pero me fui sabiendo que de alguna manera no me iba y que también Jaime se iba conmigo en esa zona del corazón que está para siempre a salvo de los cercos, las rejas y el odio. Y si te cuento esto, Paco viejo, es porque sé que te gustará leerlo y que para vos será como si te hubiera visitado”.

Así era Julio Cortázar. En esa visita revelaba su responsabilidad como escritor. Y con esa sonrisa y mirada de niño seguía jugando porque para él la escritura era, sobre todo, un juego. Un juego permanente que nos dejó una obra cada vez más joven que vale la pena leer y releer, también jugando como en una rayuela.

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