En el caudal de la vida, en el torrente existencial, es inevitable la vinculación hombre-naturaleza y, de manera intrínseca, hombre-cultura, comprendida desde el acumulado histórico, reivindicación social, manifestaciones tradicionales y costumbristas, hábitos, estilos y percepciones espirituales y materiales, utopías y realidades. Bien asevera Raúl Pérez Torres que “la cultura es la vida, y la vida es la diaria interrelación entre las diferentes manifestaciones del pueblo, en contradicción con las manifestaciones ajenas a él”.
En tal contexto, hay que subrayar que, por un lado, la cultura es entendida desde la creación y la estética extraída del talento individual como efecto de la expresión emancipadora (poesía, música, teatro, danza, pintura, escultura) y, por otro, es concebida desde aquella dimensión cultural provista de hálito colectivo y de imaginario popular. Esto es, cobijado en las creencias, saberes, ritos, mitos, paradigmas, valores y solidaridades conjuntas.
La cultura, como fenómeno social, incita al orgullo de sus sujetos integrantes respecto del sentido de pertenencia -con referentes y representaciones propias- y vierte como elemento conducente a la identidad, repensada como matriz
de los orígenes del hombre en el ámbito de una comunidad estructurada por normas de convivencia e interdependencia humana.
La cultura, a partir de la superestructura económica, abarca los aspectos: social, ambiental, político. Entonces la idiosincrasia del ser se revela en cada acción plasmada de lo particular a lo público. Más aún cuando se proyectan intereses comunes, intrincados en la exploración e identificación de los actores sociales. Su fuerza expansiva es palpable, ya que es la esencia que mueve y conmueve a los pueblos, específicamente, en la vorágine cotidiana.
Según Néstor García Canclini: “En las sociedades contemporáneas la cultura se forma interdiscursivamente a partir de textos o sistemas de imágenes tradicionales y modernos. La heterogeneidad es una necesidad constitutiva de la cultura actual que aspira a poseer una hegemonía extensa”. Dicho así, es imperioso el pleno reconocimiento de una sociedad policultural. Aquella mirada tolerante amplía el sendero democrático y permite robustecer las multiplicidades étnicas.
Al final, cabe acotar que es necesario rescatar los designios de la cultura como lo sugiere el escritor Ernesto Sábato: “no como una abstracta identidad de pueblos, sino como una concreta y dialéctica unidad de diversidades, del mismo modo que una orquesta no se crea con idénticos instrumentos sino con instrumentos de timbre diferente, para tocar así una hermosa partitura”.