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El Telégrafo

Toda la vida mintiendo para imponer una verdad

21 de febrero de 2013

La Universidad de Edimburgo parece sacada de una postal. Su belleza y la monumentalidad de sus edificios hacen temblar las rodillas y dejan seca la garganta. Ese miedo respetuoso lo sintió James Barry, un jovencito de 17 años, a inicios del siglo XIX, cuando decidió matricularse para estudiar medicina.

Era uno más, entre tantos, venido de alguna aldea norteña, de familia desconocida, pobre, sin amigos. James Barry siempre vivió  en un cuartucho donde durante el invierno lloraba de frío y soledad, calculando cuánto pan podía comer a la semana para mantenerse vivo. Y aún así  fue un destacado estudiante y se graduó con las mejores notas.

En aquella época, las ínfulas imperialistas de Inglaterra convertían a su ejército en lo más importante. Se necesitaban médicos y eligieron a los mejores. El primer nombre fue el de James Barry que no solo ofició como cirujano, sino como bravo militar de carrera, con un ascenso meteórico.

Enseguida fue desplazado a los lugares más importantes y conflictivos: Sudáfrica, Santa Elena y Barbados. Luego fue enviado a la Isla de Malta, en donde, a partir de su llegada, evitó miles de muertes por cólera, entre las tropas. El Gobierno británico se deshizo en elogios y honores  por la misión cumplida. Pero, en medio de la fama conseguida, James Barry era hombre de pocos amigos, como si quisiera estar alejado del mundo y guardara algún secreto.

No hubo rincón del globo que no conociera sus habilidades como cirujano: Canadá, India, Europa, Jamaica y hasta Suráfrica, en donde realizó con éxito la primera operación cesárea. Pero los médicos también se mueren, dice un viejo adagio. Y el doctor Barry enfermó de fiebre amarilla y regresó a Londres. Cuando vio que su final era inminente escribió una escueta y misteriosa carta: “No quiero que mi cuerpo sea sometido a ningún examen post mórtem”.  Eso era todo. Y se respetó su voluntad.

Al conocer su muerte, el Gobierno británico ordenó los más altos honores al doctor Barry. Pero al conocer la carta, dos enfermeras, en secreto, examinaron el cuerpo. Entonces descubrieron que el doctor Barry era la doctora Barry. Al descubrir su sexo, el Gobierno británico canceló todos los homenajes. No se sabe si se suspendían por falta de méritos o por falta de pene en el difunto.

En un rinconcito del cementerio de Kensal Green, al sur de Londres, al final de un sendero cubierto de árboles, una vieja losa, rodeada de hierba seca, dice: “Dr. James Barry, muerto a la edad de 70 años”. Allí se encuentra enterrada la doctora Miranda Stuart, como en verdad se llamaba. Pero que mintió durante toda su vida, para decir su verdad: Las mujeres no son inferiores.

En ajedrez las damas no tienen, por suerte, que esconder ninguna ventaja: son las más poderosas y saben hacer lo suyo.

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