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El Telégrafo
Mauricio Maldonado

La sublime locura de la revolución (de Budapest a Kiev)

04 de marzo de 2022

En un libro publicado en castellano con el título “La sublime locura de la revolución”, se reunieron los textos que Indro Montanelli –personaje algunas veces denostado justamente, otras tantas de manera injusta– publicó en torno a la Revolución húngara de 1956. Como corresponsal de Il Corriere della Sera, Montanelli fue testigo de lo que podría llamarse una “gesta heroica” del pueblo húngaro. La expresión (“gesta heroica”) no es exagerada si se recuerda que en Budapest muchos jóvenes universitarios, intelectuales, obreros y otras tantas personas de diversa proveniencia se enfrentaron como pudieron a los tanques soviéticos. La desproporción fue tal, y el ataque tan ruin, que hay quien marca el inicio de la caída de la Unión Soviética en ese año y en esa ciudad. La hipótesis es atractiva, aunque su comprobación efectiva no es posible.

 

La prensa soviética, como recordaba el propio Montanelli, había insistido de formas diversas en que la que al inicio se calificó como una “revuelta” o una “insurrección” –y que la historia recogería con el nombre más fuerte de “revolución”– había sido la obra de fascistas, latifundistas y aristócratas. Nada más alejado de la realidad. Las reivindicaciones eran variadas, desde la constitución de una democracia genuina (es decir, libre) hasta la estructuración de un socialismo algo más “blando”, con características locales, mejores condiciones de trabajo, entre otras. Por supuesto, los estudiantes, los obreros y los intelectuales –como señala Miriam Mafai en el prólogo del libro– fueron calificados como “contrarrevolucionarios” por los comunistas europeos, en especial franceses e italianos. Porque era muy cómoda la condena de los que luchaban por un mundo algo más libre desde afuera, viviendo en libertad y en democracia, bebiendo un café en una plaza de París o paseando por Florencia o Roma gritando a los cuatro vientos que se seguía la “línea de Moscú” (y, entonces, “la correcta”).

 

Probablemente, uno de los episodios más interesantes sea el de los campesinos húngaros pidiendo condiciones más dignas de trabajo, esto es, la que quizás sea la más importante de las reivindicaciones socialistas. Y esto hay que subrayarlo porque lo hacían frente a otros que, supuestamente, encarnaban esos ideales. Lo cierto, sin embargo, es que eran sus represores. Pero los campesinos se habían unido a los obreros, y ellos y otros habían conformado, ante vacíos de poder y frente al ataque, improvisados “sóviets”: como si una parte de la Revolución volviese a las raíces de la lejana de 1917, pero esta vez contra otros verdugos, frente a nuevos zares. Mientras tanto, el célebre Nikita Jrushchov, en uno de sus discursos, había anunciado a los embajadores occidentales que “ninguna fuerza podía impedir que las sepultase”. Como se sabe, las cosas no salieron exactamente así.

 

Borges decía que a la historia le gustan las variantes, las simetrías y las repeticiones. Por supuesto, sabemos que la Rusia hodierna no es la vieja URSS, que Putin no es Stalin o Jrushchov, pero los autoritarismos tienen siempre un parecido de familia. No es de extrañarse, por ello, que Putin, que nada tiene de comunista, tenga el apoyo de muchos comunistas y afines tanto como lo tiene de sus pares reaccionarios de derecha (para usar un vocabulario que a algunos les estimula la memoria). Putin ha llevado sus tanques a Kiev, ha invadido una nación (esta vez soberana), ha pretendido someter prontamente a su pueblo, pero ese pueblo se resiste y lo enfrenta. También aquí la resistencia es heroica e inverosímil, dada la asimetría de sus fuerzas. Putin, por otro lado, amenaza a las potencias occidentales con un discurso casi triunfalista. Sus prosélitos le siguen el juego: “había que invadir Ucrania porque allí están los fascistas” (y aquí hay una repetición). Hay que “desnazificar” Ucrania, se ha dicho (he aquí una simetría). Como si la Rusia actual pudiese decirse libre. Como si no hubiese buenas razones para decir que el gobierno de Ucrania está muy lejos de esas acusaciones. Pues bien, algunos paralelismos pueden ser hechos con los acontecimientos del pasado. Unos pocos y cuidadosamente, claro está. En todo caso, basta para augurar que también exista otra simetría (con alguna variante). Que si es cierto, como decían Aron y Montanelli, que en Budapest inició el fin de la URSS, lo sea también que en Kiev –dado aquel ataque rastrero– sea el comienzo del fin de la autocracia de Putin.

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