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El Telégrafo
Ximena Ortiz Crespo

Sostener la esperanza

12 de junio de 2021

En la universidad pública se constata la realidad lacerante de los jóvenes que asisten a ella. Muchos alumnos trabajan al mismo tiempo que estudian. Se podría decir que solo manejan el dinero indispensable para el transporte. Pueden pasarse días enteros sin comer. Se los ve llegar cansados a clase porque viven muy lejos y deben caminar largos trechos.

Jennifer hace sus prácticas preprofesionales en mi oficina. Llega cansada y tiene dificultad para concentrarse en el trabajo. Se le siente ansiosa. La ropa que tiene es tan liviana para el clima de Quito que no me sorprende que haya desarrollado una rinitis alérgica. Esta chica ha salido adelante hasta aquí por el puro sacrificio de su madre, porque no tiene padre. La madre sufre de depresión crónica. Jenny la ayuda vendiendo tamales o canguil en la U. La verdad es que no sé cómo ha logrado hacer tantos equilibrios en la cuerda floja. Lo que sé es que cuando Jennifer sea una profesional deberá hacerse cargo económicamente de su madre.

Cuenta que cuando era niña su madre la llevaba los sábados a tomar un vaso de leche en el mercado. Que heredaba ropa de sus primas. Que las medias las debía zurcir ella misma en un foco quemado. Que el cuarto en que vivían en el extremo sur de Quito no tenía sitio para que ella jugara o hiciera sus deberes.

Cuando le hago una entrevista me sorprende su certeza de que a la universidad le debe todo. Dice que es el primer sitio en donde no se ha sentido excluida. Aprecia mucho que haya cuidados médicos y se alegra de haber podido acceder a una beca que le permite pagar algunos de sus gastos. Su historia es admirable. Su madre se preocupó de enseñarle el amor a las artes y a las letras, y como resultado pronto terminará su carrera en Comunicación.

Jennifer viaja dos horas de ida y dos de regreso para llegar a la universidad. Por eso, cuando un profesor cancela la clase o pide a sus alumnos ir a una hora distinta, se le descalabra toda su planificación y siente que desperdicia lo que gastó en el pasaje. No tiene acceso a internet, por lo que siempre está a la caza del wifi a donde va. Para sus trabajos de la U tiene que pedir a sus vecinos que le permitan acceso. Le da vergüenza hacerlo, pero no le queda más remedio. Estudia con una computadora y un celular usados.

La situación se pone color de hormiga cuando se requiere que viaje fuera de la ciudad para hacer sus prácticas de vinculación. Los profesores acostumbran darles a ella y a sus compañeros sendas reprimendas diciéndoles que es hora de que al menos paguen su estadía y alimentos cuando están en territorio ya que su educación es gratuita. A mí se me encoge el alma oírle porque debe sacar de donde no tiene.

Jenny no conoce el Ecuador, tampoco ha salido del país y nunca ha viajado en un avión. No ha tenido oportunidad de viajar a la playa sino en contadas veces. Los valles orientales de Quito son territorio vedado para ella. Tampoco conoce más de cuatro restaurantes. Pero ha sido educada en el Conservatorio Nacional de Música, conoce el Teatro Sucre, la Casa de la Música y ha frecuentado el Museo de la Ciudad y los museos de la Casa de la Cultura.

La pobreza es una condición en la que una persona carece de las condiciones para un nivel mínimo de bienestar como resultado de la persistente falta de ingresos. Es una situación de privación continua que conlleva hambre, desnutrición, acceso inadecuado a la educación, a la salud y a la vivienda, inseguridad, falta de participación en actividades sociales y de entretenimiento.

El día de la presentación de ministros del área social, el presidente Lasso le preguntó a Mae Montaño cuál había sido su sueño de vida cuando era niña. Ella contestó que, siendo hija de una madre soltera, en lo único que podía pensar era en que si iba a haber un plato de comida al día siguiente. En sus declaraciones públicas Mae también afirmó “Quienes hemos vivido en la extrema pobreza sabemos lo que la fórmula ‘sin’ significa: sin agua, sin luz eléctrica, sin alcantarillado, sin mecanismos para manejar la basura, sin radio, sin televisión, pero también sin alimentos”.

En condiciones como las de Mae es milagroso escuchar que Jennifer mantiene en alto sus aspiraciones. Una persona que tiene que luchar todo el tiempo por su supervivencia normalmente no tiene tiempo extra para desarrollar conocimientos y habilidades que jóvenes de su edad con mayores recursos ya lo han podido hacer. Ella, sin embargo, es ya periodista y fotógrafa, escribe poesía, toca piano, sueña con viajar, quiere estudiar más, conocer otros países, desarrollar su profesión. Parece que la vida empieza a sonreírle. En busca de mejorar sus condiciones, Jennifer ya ha realizado su primera donación de óvulos para poder, por fin, adquirir una computadora. Ha construido una enorme resiliencia en sus cortos años. Estoy segura que logrará sus sueños. De aquí en adelante su vida mejorará notablemente, pues ella es ya la vencedora irreductible de la exclusión. ¡Esa es la esperanza que le han dado su madre y la educación en la universidad pública!

 

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