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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

Sobre parques y monumentos

22 de agosto de 2014

El 14 de agosto pasado se inauguró en Guayaquil un parque con el nombre del mi padre, el profesor Franklin Verduga Loor, precisamente en una encrucijada de calles, donde miles de estudiantes convergen a sus planteles educativos tanto de iniciativa pública como privada, emblemáticos algunos, como el Simón Bolívar y el Aguirre Abad. Se rindió así homenaje a un hombre que estudió y vivió para la educación, que soñó con un país libre de analfabetos, y más bien armado con libros, instrucción de calidad, ciencia y tecnología, antes que con armas de destrucción y muerte.

Autor responsable de un proyecto existencial, con profundas concepciones de justicia social, pero con desenlaces imprevistos, sufrió persecución, tortura, prisión y exilio durante la dictadura de 1963 y la de unos cuantos velasquismos. Fundador de colegios y periódicos, militante de las grandes causas de la humanidad como la república española, la Revolución Cubana, los DD.HH. Aunque fue un convencido de la integración de América Latina, estuvo en 1941 defendiendo la soberanía nacional. Periodista combativo y honesto, siempre creyó que “la pluma del comunicador jamás debería ser cuchara”. Como vicepresidente de la asamblea general de la Unesco, junto a la delegación ecuatoriana luchó y obtuvo que Quito, nuestra bellísima capital, fuera designada como la primera ciudad del mundo Patrimonio de la Humanidad.

Y ahora, en la más remota latitud de su intimidad, que es la incorporeidad, enfrenta el frío juicio de sus ciudadanos, sin ninguna causal de evasión, sin lágrimas de conveniencia o furtivos discursos. La vida es el compendio de acciones, luminosos conceptos y dolorosas resignaciones; perseguida perennemente por su antítesis, la irreversible negación de ella muestra la dura certidumbre del misterio y el convencimiento de que presagios y admoniciones solo son las desconcertantes raíces de la condición humana, digna de ser juzgada por las generaciones que vendrán.

Por ello pienso que ese haz complejo y lleno de emociones que son los reconocimientos de aquellos ciudadanos que la sociedad configura para que su efigie y su nombre den brillo al bronce y fortaleza a la piedra y al mármol en calles y plazas, sustenta un principio casi inmutable de la humanidad. El ser humano es capaz de enaltecer a sus semejantes que lo merecen, no para aprisionarlos en las estatuas ni robarlos o matarlos, más bien para seguir su ejemplo.

Los pueblos deben y tienen la urgencia de construir su memoria histórica, revivir y sostener las acciones reivindicativas, castigar con la verdad a sus depredadores, hacer de los documentos humanos positivos y progresistas, hechos perdurables y palpitantes. Y todo ello es bueno, para individuos y colectivos, para etnias y comunidades, sin el recurrente sentimiento de la nostalgia ni la neblina acuciante del tiempo que se agota impasible y que a veces no permite hacer realidad la justicia.

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