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El Telégrafo

Sobre la posibilidad de una industria editorial sostenible

01 de mayo de 2013

“Está muy bien sentir que los libros no son mercancía, sino diálogo, revelación, pero no para despreciar el comercio, sino para recordar que, en último término, nada es mercancía”.
                                                                                                    Gabriel Zaid en “Los demasiados libros”
 
Es fácil caer en la falacia de que el libro, por su carácter puro, íntimamente humano, no puede (ni debe) competir en el mercado actual. Esta idealización del libro objetual, que propone la existencia de un sentido y una finalidad más allá de los lectores, se articula alrededor de la puritana creencia de que la cultura (y el libro) puede pensarse por encima del mundo. Sin embargo, postular un universo literario ajeno a sus lectores y su tiempo solo consigue crear una barrera, negar la entrada a nuevos lectores.

La crisis actual del mercado del libro no se debe a la creciente apatía lectora, ni a la banalización contemporánea del ámbito cultural (estos serían efectos, más que causas), sino a que ni autores, ni editores, ni libreros (como conjunto) han logrado ponerse a la altura del mercado de contenidos virtuales. Evidentemente, no estoy juzgando el contenido de los libros: el problema del mercado del libro no es lo que vende sino cómo.

La constante y única apuesta de las grandes editoriales por los best sellers no solo ha logrado aminorar el número de autores y de títulos en las librerías, sino también la diversidad de temas a los cuales tiene acceso el lector. En consecuencia, el lector ya no tiene la posibilidad de definirse como tal: de elegir qué leer y qué no leer. Es decir, a más de no proveer al lector las opciones que él quiere, la industria literaria, es incapaz de ofrecer a cada lector lo que este podría llegar a querer, impidiendo así cualquier posibilidad de expansión.

La industria editorial tiene que plantearse la cultura como una articulación de mundos, sentidos e ideas (como el universo virtual), a través de la cual cada lector puede acceder a ese algo (indefinido, variable) que él precisa. Por eso, si se quiere pensar en una cultura sostenible, incluso productiva, debe reconocerse al libro (a cada uno de los libros) como un producto único con un perfil de lector determinado. No todos buscan leer a Kant, Kafka o a Borges. Por ello, la función del librero (de las librerías) ha de ser casi la de un adivino que, adelantándose a sus lectores, les proporcione el libro que, aunque ellos no saben, están buscando.

Un ejemplo revolucionario es el de la revista (actual editorial) argentina Orsai, fundada por Hernán Casciari con la intención de eliminar los intermediarios entre autor y lector. Lo que este acercamiento propone es dar voz a los lectores en el proceso de la escritura, no con el propósito de crear textos polifónicos, sino con el deseo de que, unos y otros, se conviertan en mejores lectores. Solo así puede funcionar la industria editorial: diversificando la producción literaria, ampliando la visión del negocio editorial, aboliendo distancias; permitiendo que el mundo de los libros conviva con el mundo del lector.

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