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El Telégrafo
 Ricardo Hidalgo Ottolenghi

Sobre la muerte

24 de agosto de 2022

Con el progreso de la civilización occidental estamos siendo testigos de un fenómeno curioso: los seres humanos hemos "matado" a la muerte: Puesto que es un obstáculo insalvable, entonces la disfrazamos. Solo así podemos explicar por qué impedimos a un niño que acompañe a su abuelo moribundo y, en cambio, para distraerlo le compramos un videojuego en el que se le enseña a matar (es decir utilizamos la pedagogía de la violencia para evitarnos emplear la antropogogía de la muerte).

Desde la perspectiva triunfalista de la profesión, a los médicos se nos ha enseñado que la muerte es un fracaso. Quizá por ello hemos encontrado en el desarrollo tecnológico una buena excusa para ocultar el encarnizamiento terapéutico.

Es innegable que gracias a los avances tecnológicos hemos salvado con éxito muchas vidas, pero debemos luchar contra el “endiosamiento" de la tecnología y el intento de reemplazar el acercamiento humano, de ese encuentro singular e irrepetible con el paciente moribundo. Quizá por ello, a ratos me estorban los “aparatos” que nos alejan de los enfermos en el momento más reflexivo de la vida, que es justamente el de la misma muerte.

La tecnología, al oponerse a este encuentro, imposibilita una muerte digna, y yo entiendo como tal a aquella que viene sin dolor, con serena lucidez y, fundamentalmente, con capacidad para transmitir y recibir afecto.

Cuántas veces hemos dicho "ya no hay nada que hacer" cuando nos dirigimos a los familiares de un paciente cuya muerte es inminente. No deberíamos decir mejor: "ya no hay nada que tratar", porque en realidad, hay todavía mucho por hacer: empleando el efecto sanador de nuestras palabras, de nuestras manos y de nuestra presencia.

Herederos del dualismo cartesiano, nos hemos convertido en plomeros del cuerpo antes que en médicos de la persona; ya que ésta necesita algo más que fármacos y aparatos, nos necesita a nosotros como "persona-médico" y en esta relación, la palabra es fundamental y, cuando las palabras no alcanzan, están nuestras manos para vencer el silencio.

Y es que las manos pueden ser un bálsamo en medio del sufrimiento. Éstas son un lugar creador y de afecto que nos acerca a la dimensión humana.

Tampoco debemos olvidar el efecto sanador de nuestra propia presencia. El hecho de que el paciente sienta que estamos a su lado junto con sus seres queridos y que vibramos en ese encuentro irrepetible de persona a persona, hace que estemos en su misma sintonía corporal, entendiendo a la muerte como la necesidad existencial para entender el proceso de la vida y no como el fin de esta.

Al posibilitar una muerte digna, los médicos estamos sin lugar a duda honrando la vida.

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