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El Telégrafo

Sin resquicios

18 de junio de 2013

Rafael Correa ha sido acicateado por ciertos medios. Sería torpe intentar sostener que ese estímulo basta para entender al personaje que hoy tiene la sociedad ecuatoriana. Los que estuvieron desde antes, algunos ya se lanzaron al agua abandonando el siempre complejo y muchas veces errático desplazamiento de la nave del poder, dan testimonio de la vocación de servicio que siempre caracterizó a Correa.

Así que ese demencial ritmo, difícil de seguir, se explica por las ganas de torcer el determinismo con que nos amamantaron: nuestra pobreza, en muchos sentidos, ya estaba escrita, ese tenía que ser nuestro destino fatal. Ahora Correa ha calado hondo con su acción que promueve la esperanza: que no nos la roben, lo repite sin cansancio.

Y del otro lado, destapando cada vez más su rol político, están esos medios del fatalismo. Años en lo mismo: velando la realidad para poder lucrar con ella. La miseria, el robo, la inseguridad, la corrupción, la inestabilidad, todas las taras del Ecuador que ellos fotografiaron, trucándolo, parecían sin remedio. Pero no han cejado, y anuncian no parar, no saben hacer otra cosa, y hasta con descarada miseria hoy nos anuncian el fin del mundo porque se ha aprobado la Ley de Comunicación. Cinco años casi le robaron a la sociedad ecuatoriana. Pusieron trampas, regaron con aceite quemado el camino que debió transitar la indispensable ley.

Correa creció y consolidó su proyecto de poder contestándole a los medios. Para contestar se necesita que alguien llame: fueron ellos los que nunca entendieron que estaban frente a “otro”, un desconocido, distinto, que no tenía intención de pactar, que les había advertido responder. Han dicho de todo, han mentido, han falseado datos, escenarios, se han olvidado de los contextos, se han aliado hasta con el mismo demonio y nada: Correa ha devenido mucho más creíble.

Por eso cuesta creer que Bonil, por ejemplo, proponga una caricatura tan perversa, como ensoñación de viejos tiempos. Y los otros tiempos eran, más bien, los que tanto maldecimos, por su miseria, por toda la maña de la que tanto tránsfuga se sirvió para dañar a nuestra sociedad.

Nuestros tiempos también eran otros, teníamos juventud, queríamos cambiar. Nos acercamos a ciertos medios, no para hacer lo que ellos querían, los resquicios que se abrían por su desprecio a la cultura popular fueron nuestros y, desde ahí, les dimos otros sentidos a las mismas palabras. Calafateados todos esos espacios, el arreglo fue otro, exigía mucho servilismo. No convenía parquearse.

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