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El Telégrafo

Sida, pandemia universal

07 de diciembre de 2012

Eduardo Galeano solventa con toda razón que “los sueños  y las pesadillas están hechos de los mismos materiales”. Su aserto es verdadero, y muy puntual, fundamentalmente si nos referimos a la problemática de la salud humana. En 1981, la consideración de que una entelequia abrigada por siglos, en referencia a que la disminución y hasta la  extinción de enfermedades infectocontagiosas estaba por lograrse, y que estos males que durante centurias  empequeñecieron y torturaron a la población mundial serían en poco tiempo liquidados para siempre, sufrió el mayor de los descalabros y la decepción mas patética, ya que en ese año precisamente aparecieron los primeros informes  sobre un “síndrome” desconocido y fatídico que atacaba aparentemente a hombres jóvenes homosexuales, generándoles severas infecciones, como el “sarcoma de Caposi”, con desenlaces mortales y sin posibilidades de remisión y convirtiendo a muchas metrópolis de EE.UU. -donde se inició la epidemia-, San Francisco, Los Ángeles y Nueva York en urbes sumergidas en climas emocionales de fin del mundo.

Los nocivos efectos que se dieron provocaron la devastación de comunidades y familias enteras, no solo  por las emergencias médicas sino también por otras con etiologías psicosociales. Más tarde, los padecimientos se extendieron a ciudades europeas y latinoamericanas. El ambiente, según dicen cronistas de esos tiempos, era de miedo. Similar probablemente a lo que sucedió en Europa, cuando la peste negra se apoderó del continente en la Edad Media, o a la catástrofe salubrista  de la gripe española que mató a una mayor cantidad de personas que las víctimas que cobró la Primera Guerra Mundial. La ecuación desesperanzadora  se resumía francamente así: sida = muerte.

Los infectados de sida hasta el año 2011, según cifras de la OMS, ascendían a cerca de 35 millones de hombres, mujeres y niños, heterosexuales y homosexuales, en los dos hemisferios del orbe; las cifras conocidas de mortalidad alcanzan los escalofriantes guarismos de 25 millones de seres humanos, seguramente la máxima catástrofe médica  que se registra en los anales de la historia.

En el Ecuador, a partir de los años noventa, se detectan los primeros casos de la afección y fue específicamente en el Hospital del Seguro Social de Guayaquil donde se inicia un silencioso y solidario programa de ayuda a los enfermos diagnosticados como portadores del virus. Más de mil seiscientos, hasta donde yo conozco, recibieron atención, muchos de los cuales están con vida y ciertamente dedicados a sus tareas cotidianas, pero la lucha contra la pandemia continúa en forma ejemplar. Mi admiración a quienes continúan en  la brega: médicos, enfermeras y familiares.

En la segunda década después de la aparición de la enfermedad, observamos con felicidad que el avance científico técnico ha permitido desarrollar tratamientos denominados por sus siglas ARV y Targa, que han reducido sustancialmente la incidencia de otras dolencias, aquellas oportunistas que atacan el organismo del paciente con sida, trastornos tales como las neumológicas y renales. Y permiten asegurar  que ahora hay otra ecuación: Sida = Enfermedad crónica. El 1 de diciembre, fecha consagrada a la lucha mundial contra el sida, se dieron muchos actos bajo la bandera de “Cero infecciones nuevas por VIH, cero discriminaciones y cero muertes relacionadas  a sida”, para plantear con seguridad el eslogan “Juntos podemos acabar con el sida”.

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