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El Telégrafo

Sanidad electoral

10 de agosto de 2012

La Constitución de Montecristi -aprobada abrumadoramente por la ciudadanía ecuatoriana- entre sus múltiples aciertos y acciones renovadoras relievó y le dio una nueva estructura al poder electoral como una de las cinco funciones del Estado. La actual conformación de ella establece la existencia de dos organismos: el Consejo Nacional Electoral y el Tribunal Contencioso Electoral, de un origen distinto y con una raíz, en su génesis, diferente en el fondo y en  la forma de selección al que existía en el país de la partidocracia.

De esta manera, y con los fundamentos jurídicos existentes, la conexión de la institucionalidad democrática y la soberanía popular está asegurada y solventa el progreso social. Está claro entonces que la revolución constitucional  y legal  gestada en la Asamblea Constituyente del año 2008 posibilitó y sustentó un pensamiento de sujeción cada día más claro de los actores políticos a los derechos y garantías de todos los ciudadanos.

Las limitaciones a las libertades y la dialéctica viciosa de los viejos partidos que se daba antes y que comprimieron y ahogaron la pureza del sufragio en acontecimientos espurios tales como el fraude electoral de las elecciones de 1956, donde se le arrebató el triunfo al candidato doctor Raúl Clemente Huerta, o las adulteraciones y resoluciones ilegítimas y triquiñuelas para impedir la victoria eleccionaria de Jaime Roldós A., por parte del llamado “tribunal de la mano negra”, de ingrata recordación, son unos pocos ejemplos.

La historia de hace medio siglo en que se distorsionaron y degeneraron los pronunciamientos populares no se pueden olvidar, aunque ahora, con el despertar del conglomerado social, seguramente estos hechos nos parecen increíbles a la luz de la contemporaneidad, sin embargo, los recientes quebrantamientos éticos y las vulneraciones a la fe pública,  cometidos  por organizaciones y empresas electoreras que aspiran a retomar su dominio sobre la patria, nos hacen pensar muy seriamente en la desaparición de la moral política, en ellos, los culpables.

El escandaloso fraude de las inscripciones en el CNE de algunas tiendas políticas, sin signos de ideología y con absoluta orfandad de apoyo en las masas, es la comprobación palmaria de que la estafa monumental que se planificó y se ejecutó y que conmueve la conciencia nacional es solo un débil fulgor de la estrategia sediciosa para intentar detener la marcha gloriosa del pueblo ecuatoriano a su futuro luminoso, cambiando el modelo neoliberal y sentando las bases del Buen Vivir.

Los actuales consejeras y consejeros del CNE, valientemente y con transparencia, han enfrentado la problemática de las contrataciones del mercado fraudulento de las firmas por parte de algunos agrupaciones y movimientos electorales y de los traficantes de ese repugnante negocio del robo de la identidad de los ecuatorianos y, en consecuencia, reciben las agresiones de todo tipo de parte de los involucrados y de los poderes fácticos, pero más allá de los agravios gratuitos a los titulares de esa función del Estado existe otra agresión muy importante y es a  la moral pública, la que ha sido pisoteada alevosamente cuando asambleístas, cuyo deber es velar por ella, admiten paladinamente haber sido contactados por los negociantes de las filiaciones ciudadanas sin denunciar a la justicia este evidente delito, o peor aún, afirmar que es válido el ardid y el engaño cuando no son detectados por la autoridad y, por tanto, el responsable del dolo es el CNE. No hay duda. El descaro tiene patente de corso. Las urracas contra las escopeta

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