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El Telégrafo

Sabor de mar y otras lejanías

01 de mayo de 2013

¿Cuáles son los elementos que permiten definir una obra literaria? ¿Qué aspectos devienen en estructura lírica o narrativa? ¿Cuáles son los parámetros que delimitan un comentario alrededor de la palabra escrita? ¿Desde qué preceptos se asienta la validez de un texto real-ficticio? ¿En qué momento se asume el comentario literario como herramienta valiosa en el seno de la sociedad?

Estas y otras inquietudes emergen tras la reflexión que se deriva de la lectura de una publicación determinada, especialmente si contiene esencia literaria. Mas, la posibilidad de acercarnos, con especificidad, al poema, radica en la necesidad que el hombre alberga de encontrar respuestas y cuestionamientos a la vida común. En esa búsqueda de códigos que rompan el hastío cotidiano y desde la elemental perspectiva de dar un enfoque sensible a las cosas simples y a las huellas mundanas, me encuentro con la tarea de descifrar “Brumas y lejanías” (De los cuatro vientos, Buenos Aires, 2009), de María Eugenia Hernández Saláis (México, 1949).

Textos de una economía verbal destacable, en donde se entrelazan geografías múltiples y los territorios del cuerpo aún inexplorados. El contenido poético se divide en cuatro partes: Brumas, Lejanías, Rasgando tinieblas y Máscaras. El regocijo de las palabras reaparece junto con la aurora y el advenimiento de un nuevo día. El desamor va de la mano con la espera angustiosa del amante ausente. Es el cántico solitario que se aferra a la esperanza que emana la “luz de abril”. Es el extravío de los sentidos que devela la tristeza de la gente noctámbula.

María del Carmen Suárez, refiriéndose al poemario citado, menciona: “El mar envuelve los poemas, arenas y desierto son refugio de la palabra encontrada para emitir un canto antiguo. Viajar es reencontrarse, bucear en otros cielos que es el mismo cielo y volver al sitio predestinado”. El piélago cicatriza las heridas del tiempo y su ventisca nos reafirma como ínfimos seres. María Eugenia Hernández dice: “Abandono el mar/ en cada tarde,/ la luz parte tras el Sol/ se muere un poco./ Y mis lamentos callo/ entre sus olas,/ que hilan impecables/ ruecas vacías”. Y a renglón seguido registra: “Al mar he de volver en primavera,/ un mar de sal, la sal de amar/ que bañe mis riberas y mis costas,/ de azul añil, el mar en mí”.

El naufragio se aleja cada vez que la voz de la autora le hace un guiño a la orilla anhelada. Poesía fresca predispuesta a ser bebida en la madrugada fugaz. Imágenes que se desvanecen en el desierto y que se resisten a caer en la deriva de lo efímero. Llamarada en manos ajenas que tras su lectura concibe renovados bríos y se multiplica en las enredaderas de los árboles míticos que aguardan saberes y perfumes esparcidos en el oasis perdido. Rutilantes versos provenientes del manantial de nuestras desventuras, añoranzas y sueños.

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