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El Telégrafo

Revolución educativa

14 de octubre de 2013

Habíamos dicho en alguna crónica un lugar común: “Si no se cambia la educación, no existe revolución” y esos cambios ya se están consolidando, como lo demuestra la puesta en marcha del programa masivo de reclutamiento docente, denominado “Yo quiero ser maestro” en el que se calcula participen 80 mil aspirantes que deberán ingresar por capacidad.

El mérito de este proceso no es sólo cuantitativo y demuestra la preocupación del Estado por ampliar la cobertura de la oferta de este servicio obligatorio: es, además y por sobre todo, cualitativo porque es un paso sustantivo para la superación del secuestro a que esta noble actividad estaba sometida por la politiquería de los tirapiedras del MPD.

Cuando ejercí por 3 años el Ministerio de Educación (1988) encontré que el máximo dirigente de la UNE (Juan José Castelló) había ingresado al magisterio con el simple título de bachiller (como muchísimos otros antes y después) con sólo el aval de ser militante del MPD.
Ellos habían creado un sistema de ingreso al magisterio sin ningún concurso, sin ningún requisito académico, sin ninguna formación pedagógica: bastaba el requisito politiquero y cuando ya se agotaba la militancia, la parentela y los agnados, entraban “los demás”, sin faltar la venta de partidas.

Muchos aspectos de la educación  se manejaban sometidos a los intereses del grupo político predominante y no del sistema público; y en mucho contaba la comodidad, la ley del mínimo esfuerzo o la oportunidad de ganar canonjías: “mientras menos cambios, mejor”, era el lema predominante.
Así, por ejemplo, se opusieron durante años a modificar el sistema de calificación concentrado en exámenes y no en evaluaciones progresivas; estuvieron en contra de la coeducación (juntos hombres y mujeres); sabotearon la educación intercultural bilingüe; estuvieron en contra de la alfabetización; en contra de la escuela de 10 grados; en contra de la evaluación y capacitación  docente; se oponían a que el horario de trabajo fuese de 8 horas diarias o 40 semanales y renegaron cuando hicimos constar en la Constitución que el curso lectivo debía cumplir como mínimo 200 días y no 180 como ellos habían impuesto.

Los ministros no llegaban a cumplir más de un año de labores y la técnica para esclavizarlos o serruchar el piso, era la de provocar paros y huelgas: mínimo 2 para el período de costa y 2 para el de sierra y la suspensión de clases no era menor a 15 días en cada oportunidad y andaban buscando la coyuntura para promover paros solidarios con otras actividades.

El secuestro se completaba con el sometimiento de plata y persona, porque estaban obligados a mantenerse afiliados a la UNE y a contribuir mensualmente con una cuota de su sueldo que era entregada a la organización, cuya directiva era siempre de la misma tendencia tirapiedras.
Hoy los cambios, con el nombre que se desee, son revolucionarios, destinados a buscar la excelencia académica en este rescate del secuestro anarquista a que estaba sometido el noble servicio de la educación.

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