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El Telégrafo

Regulación global contra espionaje

09 de agosto de 2013

Como ejemplo de los nuevos tiempos que corren en Latinoamérica y como extensión de ellos hacia el resto del mundo, la presidenta de Argentina, Cristina Fernández, pidió una regulación global contra el espionaje (por supuesto, el que está en discusión mundialmente, que se practica desde EE.UU. y los gobiernos títeres que lo acompañan, sobre todo de Europa).

La mandataria del país sureño no lo dijo en una declaración curcunstancial, sino nada menos que desde su sitial de actual presidencia del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En Nueva York, como se sabe, en el terreno mismo de quienes pergeñan y realizan el espionaje, la presidenta asumió la tarea de defender los derechos humanos como una conquista histórica a la que no podemos renunciar, y recordó al país del norte que ya terminó la Guerra Fría, esa que servía para justificar la persecución y el espionaje en otras épocas.

De esto se trata: de establecer mecanismos multilaterales, globales, que impidan el espionaje ilegal y autoasumido. Mientras, la conducta de Estados Unidos no puede ser menos auspiciosa: ante el respeto al derecho de asilo que finalmente asumió Rusia, Estados Unidos -que ni siquiera tiene tratado de extradición con el país que preside Putin- se muestra molesto por vía de su presidente. Y suspende, dentro del viaje que debe realizar a una asamblea internacional en Rusia, la programada reunión que iba a hacerse entre los dos presidentes.

Una represalia, qué duda cabe, por no haber entregado Rusia a quien nadie -fuera del aparato de espionaje planetario organizado- puede considerar un delincuente o alguien que haya realizado actos contra la ética. Snowden plasmó, según lo entiende un amplio espectro de la población de la humanidad, más bien lo contrario: denunció con valentía lo inadmisible, el atropello sistemático a los derechos individuales, combinado con la violación serial y permanente de la soberanía de la mayoría de los Estados del mundo.

Otra cosa uno esperaría de la tradición de quienes, alguna vez, se asumieron como pretendidos o reales defensores de la libertad. Ojalá resonara aún aquella búsqueda de presentar el capitalismo como democracia. Porque si bien en lo económico tal democracia resultaba limitada, en lo político había una legítima defensa de las libertades. Un legado que hoy parece un sueño lejano ante la pesadilla de acciones que ya no pretenden legitimidad ni buscan justificación o consenso alguno, y que hacen del poder y la prepotencia el lenguaje de unas relaciones internacionales que jamás debieran regirse por tales mecanismos.

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