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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

Redescubrir Robin Hood

23 de junio de 2015

A raíz de mi último artículo sobre las tasas a la herencia y la plusvalía recibí varios recados. Uno de ellos me dejó asombrado. Venía de una ‘opinión-maker’ de izquierda, tradicionalmente crítica hacia el Gobierno. Cuestionaba, entre otras cosas, la exacerbación del antagonismo que Rafael Correa habría impulsado. Sin embargo, su preocupación no correspondía a la que había expresado yo en mi columna, que tiene que ver con el exceso de las estériles diatribas contumeliosas a expensa de los contenidos progresivamente extraviados. Más bien la militante estigmatizaba el conflicto con las élites económicas de por sí, abogando la necesidad de que estos sectores sean aliados y no enemigos, en nombre del reconocimiento a su contribución económica.

Curioso que dentro de la izquierda radical alberguen sentimientos tan piadosos. Es preciso adoptar acá una posición tajante: las élites económicas son detestables. No lo son solamente desde un punto de vista franciscano, moral, de desdén hacia el despilfarro despreocupado, la disipación indulgente, la frivolidad demente de sus brotes. Lo son, sobre todo, por su carácter peculiar en el contexto ecuatoriano: en su gran mayoría, se trata de clases acomodadas parasitarias, rentistas, escasamente innovadoras, racistas, atadas a intereses foráneos. Su aportación a la economía nacional es sesgada por una inserción asimétrica en el sistema-mundo, de la cual las élites mismas son históricamente responsables y socialmente beneficiarias.

Es por eso que su contribución en términos fiscales, ocupacionales y de innovación tecnológica es para reírse a carcajadas: entre impuestos bajos y evasión, jornal y tercerización, cobardía empresarial e invenciones inexistentes, lo que el país ha sacado de las élites es un eterno chirlazo. Prebisch docet. Cada discusión seria sobre la inequidad debe necesariamente enfatizar la congénita naturaleza oportunista de estos sectores.   

Hasta mientras, el panorama político ha cambiado con la actitud dialogante de Correa. No se me escapa la movida maquiavélica del Presidente: la venida de papa Francisco proveerá la cobija cultural -en reemplazo de condiciones políticas favorables que el Gobierno no ha sabido cultivar en los últimos años- para poder llevar a cabo el proyecto sin ulteriores percances. Y sin embargo, el texto de las leyes tendrá que regresar a la Asamblea con algunas modificaciones. En el marco de este debate nacional por la equidad, me gustaría entonces plantear una idea que -espero- pueda cundir entre los sectores democrático-populares, a fin de que se aproveche de la grieta abierta por esta coyuntura.

La propuesta es débil si se propone únicamente lanzar un mensaje social y si se admite, casi como aseguramiento hacia los pudientes, que hay fines recaudatorios mínimos. Por todo lo expuesto arriba, ¡debe haber fines recaudatorios máximos! Hay que redescubrir el seductor imaginario de Robin Hood: quitar a los ricos para dárselo a los pobres. Solamente así se meterá mano a la “insultante opulencia de unos pocos al lado de la más intolerable pobreza”. La democratización política y económica del país no puede prescindir del atrevimiento popular con miras a una redistribución sustantiva, y no solamente simbólica, de las riquezas de la nación. (O)

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