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El Telégrafo
Nancy Bravo de Ramsey

Recuerdos eternos

18 de febrero de 2014

Tiempo atrás, un amigo dijo de él que Joe Ramsey parecía un personaje de Hemingway por su peculiar forma de vida. Se refirió, además, a su fortaleza espiritual, a su atractivo en la época de su juventud, a su probada honestidad, a su proverbial valentía, a sus vastos conocimientos debido a su afición por la lectura. Y de todo ello doy fe.

Es muy cierto que cada ser humano es único, irrepetible. Pero él era visto como alguien fuera de serie. Ingeniero de minas nacido en Carolina del Norte, al conocernos funcionó al parecer aquel principio de que los contrarios se atraen. Él era muy alto, yo, en cambio, soy bastante bajita. Joe fue muy blanco, yo no tanto. Él un fogoso defensor de la política exterior de su país, aunque con el tiempo fue mirando las cosas con mucha más serenidad. Yo, siempre escribiendo sobre la base de la verdad, sobre los abusos de los gobernantes y los ejércitos estadounidenses en contra de aquellos países que le han significado peligro político o económico. Pero sucedió a primera vista y desde entonces, sentimientos y aficiones se fueron afianzando  cada día.

Al niño y a mí nos puso a buen recaudo tras de un  peñasco, y luego se dedicó a alejar  los tanques de gas, así como cajones con tacos de dinamita.Acostumbrado a los campamentos mineros, también era feliz en haciendas y fincas en donde la tierra era el factor estelar. Ver reverdecer las plantaciones que él y nuestro hijo, con ayuda de agricultores, habían sembrado meses atrás, eran sus grandes motivos de alegría, y superar los problemas diarios fue su satisfacción mayor. Nada arredraba a ese espíritu suyo que no conocía temores. Adentrarse en la espesura de una montaña deshabitada y dormir solo en una tienda de campaña mientras de día se construía la casa de hacienda no significaba para él problema alguno. Por algo, siendo aún adolescente, en los primeros años de la guerra de Corea se le encargó la tarea de repartir las municiones necesarias entre los soldados que ocupaban las trincheras rodeadas por filas coreanas que defendían su tierra invadida por norteamericanos. Joe Ramsey logró hacerlo luego de mucho correr sorteando balas y granadas, permitiendo de este modo que sus compatriotas resistieran el asedio por algunas horas.

Años atrás, cuando nuestro hijo tendría unos siete años, viajamos al norte de México, en donde Joe tenía una concesión minera. Fue un largo e impresionante periplo, que comprendía hacer un tramo en tren, otro en avioneta piloteada por él, más adelante en camioneta y finalmente a caballo. Por entre bosques de coníferas y desfiladeros impresionantes, alguien habló que nos encontrábamos cerca del Paso de Cortés. Al finalizar el tercer día de viaje concluía la travesía con la llegada a la casa principal de la mina, ubicada entre dos montañas sin ninguna población a la vista. A medianoche, Joe nos despertó al apuro, pues la casa se quemaba a causa de la chimenea que había contaminado el techo.  

Al niño y a mí nos puso a buen recaudo tras de un enorme peñasco, y luego se dedicó a alejar del lugar los tanques de gas, así como cajones con detonantes y tacos de dinamita que se usaban en el trabajo de la mina. Bajando por entre las montañas circundantes, se podía distinguir unas pocas lucecitas. Eran los mineros que venían en ayuda trayendo ramas para sofocar el fuego. Mas todo fue inútil. De la casa no quedó nada a salvo. Al día siguiente, muy por la mañana, el sonido de un cencerro que colgaba del cuello de una cabra me despertó de un sueño intranquilo. Y cerca de allí, escuchaba a Joe mientras le daba instrucciones al maestro de obra para que construyera de inmediato una nueva casa. Este fue el hombre de mi vida, que quizás me está esperando más allá del arco iris, en donde se pierden los colores de la puesta de sol.

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