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El Telégrafo

Rafael Díaz Ycaza

06 de septiembre de 2013

Las efímeras estancias en la Tierra son siempre un desafío fulgurante para los sueños y utopías, aquellos  seres  de buena casta  y espíritu concebido para expresar el deleite y el dolor del alma humana  en recorrido  fatigoso y con el lenguaje poético como neuma de comunicación trascienden más allá de su propia existencia sin las bagatelas de la vanidad o el redoble de los dogmas. Conocí, en mi lejana adolescencia, a Rafael Díaz como fruto de la profunda amistad que lo unía con mi padre. Mi primera impresión se manifestó en su solvencia espiritual, era -es- de  esos individuos  poetas, de juicio diáfano y sabiduría sincera que en la construcción de su mundo literario no acude jamás ni al engaño o al verbo dasaforado, ni mucho menos a la beligerancia ocasional de café para sustentar sus tesis.

Su recia personalidad, que le permitía batirse con quienes ofendieran su sentido del honor y de las buenas costumbres, se atenuaba frente a la polémica sobre las contradicciones de la inspiración y las formas, tema que se agotaba en los cenáculos y las agrupaciones de sus pares autores, cuya pertenencia literaria correspondía a los “tzántzicos” de viejo o nuevo cuño, o vejetes y jovenzuelos vates de la añosa “manga”, que seguramente quienes evoquen la bohemia literaria de inicios de los años sesenta, con divertida nostalgia, la tendrán presente. En esos años ricos e inquietantes tocamos esa monotemática “bronca metafórica”. Su reacción fue de remembranza bíblica: ¿Perdónalos, no saben lo que dicen?

En 1965 volví a reunirme con él en Santiago de Chile, donde vivíamos el destierro junto a dos docenas de compatriotas. Uno de ellos, insigne anfitrión, Pedro Jorge Vera -y su amorosa esposa Eugenia Viteri- nos convocó a todos al encuentro del hombre de letras, que traía consigo el calor del terruño y las novedades de las acciones en contra de la dictadura que se acercaba a un oprobioso ocaso, digno de su espurio origen. Cuando las discusiones subieron de tono frente a la actividad creadora, Díaz Ycaza decidió irse, invitándome a seguirlo para recorrer la alta noche de la capital chilena. Luego, ya en la patria, compartimos muchas horas de estimulantes pláticas y anécdotas.

Como la mayoría de la intelectualidad porteña conoce, como presidente de la Casa de la Cultura logró -entre otras hazañas- la publicación sostenida de la revista Letras del Ecuador, que como ave mitológica renació de sus despojos. Alguna vez, en una casi inconcebible sesión de la planta editorial de un medio de difusión escrito, organizada para la entrega de un “manual de estilo”, escuchamos sus reflexiones valientes y su verbo encendido, expresión de sus altas convicciones ideológicas y éticas: “No permito que nadie me diga cómo escribir”. Al oírlo, parte de los concurrentes a la fementida reunión nos retiramos y no volvimos nunca.

Hoy me enteré de su muerte física, que quizá como bálsamo trágico le permitirá acceder a la mayor y severa introspección, que sin avaricia de tiempo ni certidumbre de mañanas lo lleva de regreso al manantial original del ciclo vital, ubicándolo en el dinámico reposo de la incorporeidad.

Los viejos estetas como él sucumben en la batalla humana, pero su perspectiva de crear belleza con las palabras superan con amplitud la debilidad temporal. Rafael Díaz Ycaza, sus poemas y narraciones lo tildan como un escritor de veras y, en el decir de Unamuno, “solo como todo un hombre”.

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