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El Telégrafo

¿Quién mismo es el gran elector de nuestro país?

24 de noviembre de 2013

Algunos analistas y entrevistadores se quejan de la politización y de la misma política. A eso ayudan ciertos estigmas mediáticos colocados para favorecer cierto purismo, economicismo y hasta moralismo de la vida social ecuatoriana. Para ellos no habría mejor escenario que el de los claustros y las decisiones tomadas en los clubes de la unión, los cenáculos de las cámaras y también bajo la venia de determinados medios de comunicación.

Ventajosamente Ecuador vive una politización propia, particular, inédita y muy poco exhibida en esa prensa que apuesta por la no política y hace todo lo contrario, con muy poca reflexión, por supuesto.

Entre los lugares comunes que escuchamos en estos días está el de que el gran elector de todos los comicios es el actual Presidente de la República. Y como hay poco debate al respecto se colocan como tornillos y de ahí no se mueven.

Hay dos ‘asuntos’ políticos en discusión, que en la práctica definen las elecciones, la disputa partidista y hasta la lucha ideológica de nuestros días: el cambio de época está en proceso y conlleva un conjunto de resignificaciones aún sin determinación y, por otro lado, la oposición no encuentra un cauce ni la brújula para enfrentar ni siquiera a un presidente sino a un proceso político en desarrollo. Y por eso trastabilla constantemente y camina sobre presupuestos falsos y hasta contradictorios.

El gran elector de cualquier país no es solo una persona sino un conjunto de acciones, acontecimientos, obras, leyes o percepciones, que sumadas recogen el pálpito del momento y que los electores perciben por fuera del influjo mediático.

El Ecuador de la segunda década del siglo XXI no es el mismo de la primera década. En la conciencia de la gente eso está claro, no solo por las carreteras o la gran tarea social gubernamental, sino por el comportamiento de los consumidores, los lenguajes y los tópicos de las nuevas generaciones. Hay una suma de devenires que confluye en búsquedas distintas, no cabe ninguna duda.

¿Es posible ahora votar por lo que representan y simbolizan Alvarito, Lucio o Abdalá? ¿La calidad del mensaje político de Lasso o Nebot se sostiene sin su vinculación orgánica a ese pasado de la primera década del siglo XXI, que fue un efecto de la crisis profunda y dramática de los noventas? ¿Hasta dónde las definiciones y hasta opciones ahora pasan por la influencia poderosa de ciertos medios con su moralismo a cuestas? ¿Las izquierdas de los ochentas y de los noventas pueden insistir en el discurso de la acción poderosa de los movimientos sociales o del trabajo ‘gravitante’ de las ongs, sin pensar en el rol vital del Estado?

Tenemos a otro país en ciernes, que no termina de constituirse pero ya ha sentado varias bases y algunos preceptos, que no necesariamente construyen la sociedad perfecta o imaginada por los teóricos de la sociología tradicional.

El proceso electoral para renovar los gobiernos locales solo es una muestra (eso sí, poderosa) de lo que ha cambiado en el Ecuador y por donde se instalan los nuevos flujos políticos. Y ojalá la academia también entienda o sintonice estos flujos para poder pensar y aportar de mejor manera al entendimiento de este país.

Todavía falta mucho para escuchar discursos sin esos lugares comunes y que aporten a unas expectativas más novedosas para cambiar lo de fondo y también para mejorar lo hasta ahora hecho en estos últimos años. A nadie se le ocurriría retornar al neoliberalismo crudo porque, de verdad, el gran elector de este país se hizo rechazándolo de plano.

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