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El Telégrafo

Prometeo bien encadenado

11 de abril de 2013

Existe una bella particularidad de la Academia: el carácter universal de la construcción del conocimiento ha propiciado el desarrollo de una comunidad trasnacional, que en la búsqueda y el amor por el conocimiento trasciende razas, credos, lenguas y nacionalidades. La historia nos enseña que el desarrollo científico y filosófico florece en aquellos centros que favorecen la convergencia y el diálogo crítico entre experiencias intelectuales fruto de sociedades con herencias, retos y contextos diversos.

La consigna erasmiana “nada de lo humano me es ajeno”, refleja cómo, si la xenofobia es el sentimiento que prevalece en aquellos espacios dominados por el terror irracional al “otro”, al “extranjero”, en la academia predomina la xenofilia, el amor por la experiencia otra, que siempre impulsa la reflexión, la autocrítica y el espíritu investigativo.

Cientos de migrantes que escapaban del nacismo y del fascismo marcaron para bien la historia de las academias latinoamericanas, y es bien conocido cómo la política de brazos abiertos a intelectuales durante la II Guerra Mundial favoreció el salto científico de los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. Las mejores universidades del mundo se caracterizan precisamente por cooptar las mejores mentes provenientes de cualquier rincón del orbe.

Por eso sorprenden muchos de los argumentos desplegados en el marco de aplicación de la legislación vigente sobre educación superior. Con pocas excepciones, todos se justifican en un temor ante la “influencia extranjera”, manifiesta de diversas formas: los “prometeos” de la Senescyt, la presencia de asesores extranjeros en el diseño de proyectos y marcos legales, la aplicación de modelos foráneos, el “desprecio a nuestros viejos sabios” o, en el peor de los casos, denuncias sobre la amenaza que representan los académicos no ecuatorianos para la vinculación laboral de sus pares nacionales.

No me imagino a sus autores, muchos formados en universidades extranjeras, excluyendo de sus currículos artículos científicos en razón de la nacionalidad de sus autores, como muestras de una suerte de “colonialismo intelectual”; su experiencia como académicos debe hacerles notar el carácter falaz de sus propios argumentos. Se trata, por tanto, de un recurso demagógico, con el que buscan ganar adeptos mediante la explotación de uno de los más despreciables y peligrosos sentimientos: el chauvinismo. No se alejan demasiado de los grupos de extrema derecha que en otros países denuncian a los inmigrantes latinoamericanos –muchos de ellos ecuatorianos- como una amenaza para la fuerza de trabajo doméstica.

Este recubrimiento nacionalista oculta el verdadero efecto de su posición: por un lado niegan a los ecuatorianos el derecho a beneficiarse del conocimiento desarrollado en distintas partes del mundo, un bien común de carácter universal al que todos tenemos derecho. Pero, además, en la reticencia a llevar adelante el relevo generacional de la planta docente, niegan al país el derecho de empezar a recuperar lo invertido durante los últimos años en la educación de posgrado de miles de jóvenes ecuatorianos. Ambas cosas fuertemente atentatorias al interés nacional.

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