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El Telégrafo
Melania Mora Witt

Por quién doblan las Campanas

17 de mayo de 2014

Aún recuerdo el impacto que la lectura de la novela de Ernest Hemingway me causó. Por mi padre conocía la Guerra Civil española que constituyó la tragedia más cercana para su generación. La obra del norteamericano me abrió las puertas de la literatura norteamericana: Dos Passos, Fitzgerald, Faulkner. Especialmente me conmovió el epígrafe que antecede al texto, de la autoría del poeta del siglo XVII John Donne: “… La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas, están doblando por ti…”.

Cuando perdemos a un ser querido, aquilatamos en mayor grado el valor de la vida. Daríamos todo por retroceder en el tiempo y volver a etapas felices. A veces, aún cuando veamos enfermo o muy anciano a alguien muy amado, quisiéramos –quizás egoístamente- conservarlo junto a nosotros a pesar de su edad o de su estado. El poeta García Lorca, según lo menciona Raúl Andrade en su libro “El perfil de la quimera”, decía que estaba rodeado de muerte, de seres cercanos o lejanos; aquello sucede con todos nosotros.

En esta época más que en otras, por la velocidad con que la tecnología permite conocer lo que sucede en cualquier parte del mundo, la forma en que los medios de comunicación trasmiten esas noticias produce una suerte de anestesia, que nos hace casi indiferentes a las grandes tragedias que ocurren diariamente, en unos casos por obra de la naturaleza y en otros por causas que pudieron evitarse.

Así leemos que 270 mineros quedaron atrapados en Turquía; que 2.500 personas desaparecieron por la caída de una montaña en Afganistán; que un avión desapareció con casi 300 pasajeros a bordo y que aún no se conoce su paradero; que terremotos y tsunamis se llevan a miles de seres humanos. Y en nuestro país: accidentes y asesinatos que cuestan la vida de compatriotas. La guerra, siempre presente en algún lado, es la maldición mayor porque las muertes se dan por obra de otros de la misma especie, todos pertenecientes a esa única raza que es la humana.

Después de la conmoción primera, otra noticia borra la anterior y no volvemos a acordarnos de lo sucedido. Pero cada persona es insustituible y el vacío de su ausencia cambia para siempre la vida de sus familiares y en ocasiones la de sus países. Si no podemos evitar todas las muertes, qué bueno sería llorar únicamente las que se dan por causas naturales, ya que sabemos como Simone de Beauvoir, que “todos los hombres son mortales”.

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