Reconstruir lo singular de la articulación y la trayectoria del poder simbólico en el caso ecuatoriano es lo que intento en el artículo anterior poniendo énfasis en que, en realidad, asistimos a la instalación de un nuevo espacio social. Un punto de giro dentro de esta trayectoria es, sin duda, la exportación del conflicto. No se trata de un mero fracaso o traspié en el plano judicial de los propietarios de El Universo, al contrario, lo que está de por medio es el desgaste de los recursos legitimadores del poder simbólico al interior del país. Este agotamiento de la credibilidad los obliga a remitirse a universidades, fundaciones, organismos internacionales, periodistas extranjeros, etc. Todo parece poco para recobrar los mecanismos a través de los cuales legitimaban su discurso.
Para Bourdieu, la continuidad de la dominación simbólica ocurre con la participación, tanto de las instituciones como de los dominados, que reproducen activamente los arbitrios instituidos de la realidad social. En Ecuador, esta relación de fuerzas se trastoca. En mi opinión, dos eventos catalizan el desgaste de la legitimación del poder simbólico: la distribución de las frecuencias y el discurso del canciller ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El primero marca el fin del monopolio de la opinión, a la vez que incluye nuevos agentes de enunciación (un nuevo sector de la población que opina). El segundo descubre en el contexto internacional de manera inobjetable el entramado de las distintas instancias del poder, dejando con ello una lección para la historia: lo que hasta hoy era inexpugnable ha resultado ser también vulnerable.
No me parece nada casual que el mismo día que América Latina da el paso más importante -desde que existen nuestras repúblicas- para la integración regional, disputándose con ello aquellos espacios de poder controlados por las potencias económicas, aparezca en la página virtual de un importante diario europeo una feroz crítica a los gobiernos progresistas de la región, impugnándoles -sobre todo- las “dificultades” para ejercer el derecho a la opinión. Además, es particularmente curioso que se hable desde el mismo lugar que concentra a la mayor cantidad de inmigrantes latinoamericanos del mundo.
En efecto, una serie de artículos de opinión que reproducen exclusivamente los criterios de quienes hoy se sienten afectados, tratan de poner en cuestión la libertad de expresión en distintos países del sur del continente americano. Estamos, pues, ante otra paradoja de la globalización: la amplitud del espacio comunicacional y la instalación de un nuevo espacio social conduce desde los centros del poder a la crítica del derecho a la libertad de expresión. Resolverla será tarea de los nuevos agentes de enunciación.