Hace varios días escuché de boca de un prominente abogado decir: “yo nunca pierdo un juicio” y me quedé pensando en lo peligroso de esta declaración, más allá de lo increíble que nos parezca; lo comenté luego con algunos amigos y decidí compartirlo en mi columna porque me parece importante que reflexionemos sobre estas manifestaciones que, aparte de arrogantes, revelan la gravedad ética y moral de ciertos profesionales del derecho que, a diferencia de quienes trabajan en la Función Judicial, no han sido siquiera mencionados cuando de la crisis de este sector se habla.
Es que si un médico declarase algo similar como “a mí nunca se me muere un paciente”, o un ingeniero se jactase diciendo “a mí jamás me falla un cálculo”, quedaríamos tranquilos pues dejando de lado su antipática jactancia, no hay de por medio una amenaza a terceros, sino, de ser cierto, un beneficio para todos. En contraste, un alarde como el del abogado de este relato debería encendernos las luces de alarma, pues, aparte de su soberbia, significa que está dispuesto a ganar las causas que patrocina valiéndose de cualquier medio, pues es obvio que entre sus clientes habrá quienes no tengan la razón en sus pretensiones jurídicas.
A ratos parece que nos olvidamos de que la administración de justicia, si bien está a cargo de jueces y magistrados, su desempeño está estrechamente ligado con la actuación de los abogados patrocinadores o procuradores y con quienes conforman las partes del proceso (demandantes y demandados), que no son, generalmente, auscultados por la sociedad. Pongámoslo bien claro: cuando se produce un determinado acto de corrupción que perjudica a alguna de las partes, siempre están involucrados los abogados de la otra parte y quienes componen esa parte.
La deontología jurídica nos enseña que un abogado no está puesto para hacer dinero, sino para coadyuvar con su saber al establecimiento de la justicia, ya que de sus actos depende la libertad, el patrimonio y la vida misma de quienes están relacionados con los procesos que manejan. No olvidemos tampoco que nuestra Constitución Política establece responsabilidades por mala práctica profesional y ya es hora de que se empiece a poner en vigencia en todos los sectores.
Sin dudas que la sociedad necesita con urgencia no solo profesionales más capacitados y eficientes, sino con más valores morales, de lo contrario todos perdemos. Solo Jesucristo es el abogado ciento por ciento confiable, que nos libera del acusador y permite nuestra exculpación.