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El Telégrafo

Pensar el Estado desde la modernidad occidental

08 de diciembre de 2012

Las lecturas de Boaventura de Sousa Santos son las más recomendables para Fabián Corral B., o al menos, que lea los artículos de este diario público para que interpele sus ideas con los referentes posmodernos alternativos a los enfoques de la modernidad occidental. La columna de este autor, del día jueves 29 de noviembre de 2012, en diario El Comercio, titulada “Las Políticas Públicas”, recoge varias afirmaciones que merecen ser rebatidas desde precisiones críticas de un derecho constitucional emancipatorio y transformador, que supere las visiones positivistas y conservadoras del “Estado Administrativo”, y  respondan al sentido dialéctico de una sociedad. A continuación, cito las que intentaré impugnar: a) Tenemos un Estado presidencialista y planificador, y no un Estado de Derecho; b) Hay una naturaleza discrecional y “supra legal” de las políticas públicas; y c) Las políticas públicas se encuentran exentas de control constitucional y no hay control alguno sobre estas.

Los derechos constitucionales son los verdaderos límites al ejercicio del poder. Representan los vínculos formales y materiales para el quehacer estatal. Por ello, las leyes no representan los únicos medios que consagran y reconocen su cumplimiento. Existe un conjunto de instituciones sociales que intervienen para incentivar o desincentivar el ejercicio eficaz de los derechos como la cultura, el mercado, la administración pública, la sociedad, la religión, los contratos, la violencia, entre otras, que generalmente se encuentran atravesadas por estructuras de poder que son legitimadas por la ley.

Frente a ese correlato, aparecen modelos constitucionales que han preponderado un mayor énfasis en los principios, más que en las reglas; en la ponderación, más que en la subsunción; apareciendo el Estado Constitucional de Derechos y Justicia como un paradigma que, afirmando los avances del Estado de Derecho, los reivindica hacia instrumentos de protección, como las garantías, y de gestión, como las políticas públicas. Ambas fijan regulaciones a todo tipo de poderes -no solo el político, sino el económico, el mediático y otros-, mediante la intervención estatal que basa su accionar en la presencia viva del poder constituyente -como capacidad de incidencia política-. Un modelo que se precie de ser presidencialista y planificador puede ser definido como aquel que busca instrumentos efectivos de administración para atender derechos de los individuos, impulsando una “omnipresencia” de la Constitución en todos los órdenes y conflictos sociales, más que la discrecionalidad del legislador, la ley o el reglamento.  

Nunca antes en la vida del Estado hemos incorporado tantos instrumentos de planificación (Plan del Buen Vivir, Plan Nacional de Descentralización, Sistema Integrado de Planificación e Inversión Pública; POA, PAI y PAC de cada entidad, Programación Plurianual y Anual de la Política Pública, entre otros) y control administrativo (todos  utilizados por entidades de Función de Transparencia y Control Social). Estos permiten armonizar la política gubernativa -nacional y subnacional- a los derechos constitucionales y a los objetivos, estrategias y lineamientos para promoverlos -descritos en el PBV 2009-2013-. Por ello, el Estado planificador se presenta como la antítesis al Estado discrecional, precisamente porque todos los preceptos se encuentran ordenada y sistemáticamente reglados hacia los márgenes institucionales (recursos, territorios, sectores, actividades, períodos) que permitan la consecución de derechos y políticas, más aún con herramientas para su medición y evaluación. Cabe indicar que todos los niveles de gobierno tienen un régimen de competencias (ver Constitución y Cootad) que también apunta a definir y preestablecer su tipo de intervención, ámbitos, esferas e intercoordinaciones para la ejecución de políticas.

Las políticas públicas no son construcciones abstractas y etéreas de la autoridad de gobierno, son la formulación de planes, programas y proyectos concretos, orientados a prestar servicios, bienes u obras específicas, que se expresan siempre en actos normativos y administrativos tangibles; los cuales poseen un diverso catálogo de instrumentos de supervisión por parte de los entes de control, que se activa en tres momentos: antes, durante y después de su implementación. Así como garantías propias del texto constitucional (arts. 84 y 85 CRE), más las atribuciones de control constitucional a ese tipo de actos (art. 436 numerales 2 y 4 CRE).

No deja de ser imperioso reforzar los mecanismos horizontal y vertical de rendición de cuentas, promover índices de transparencia y protocolos institucionales más efectivos para el acceso a la información pública, construir indicadores de participación ciudadana para evaluar las metodologías y gestión de GAD e impulsar una mayor articulación entre instancias de control social y administrativo. Todos estos esfuerzos son necesarios para nuestros Estados coloniales, que se acostumbraron a vivir al filo de la ley, creyendo que esta integraba las necesidades sociales más excluidas; cuando las dinámicas de la sociedad siempre demostraron avanzar más que los sistemas jurídicos y que sus teóricos defensores, al construir sus propios medios de innovación democrática.

En el texto de Corral B., hay una lectura reduccionista y sesgada del pensamiento de Ramiro Ávila, cuando parafrasea con el contexto adjunto que “en las políticas públicas se manejan márgenes de discrecionalidad que no están determinados expresamente en la ley”. Toda la reseña usada por Corral B. debe ser interpretada en cuanto buscamos un nuevo tipo de Estado, que persiga un reencuentro entre constitucionalismo y poder ciudadano, donde se privilegien los derechos fundamentales y las políticas para estos derechos, sobre el poder; que en el fondo es abrir una disputa por su legalidad hegemónica.

*Docente universitario

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