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El Telégrafo
Ramiro Díez

Historias de la vida y del ajedrez

Ojo con las predicciones

Historias de la vida y del ajedrez
02 de enero de 2015

Nada más inquietante que el misterio del tiempo. Todos nos preguntamos por lo que nos deparará ese tic-tac imparable de los relojes. Al fin y al cabo, decía alguien, no es el amor la fuerza más poderosa del mundo, sino el miedo. Por miedo al otro existen las guerras y el racismo, por miedo a saber preferimos la ignorancia, por miedo al vacío inventamos otras vidas, por miedo al futuro abundan los agoreros, los embaucadores, los horóscopos, los lectores de cartas y señales misteriosas, los vendedores y predicadores de paraísos y futuros, los profetas delirantes de todas las pelambres. Por eso existen, también por miedo, las turbas ingenuas que les creen.

Poco antes de la llegada del año mil, con el cambio de milenio, en Europa se vivió una locura colectiva. Jesucristo, con sus ángeles, vendría el 31 de diciembre del año 999 a pedir cuentas. Lo que más asustaba era aquello de que los ricos no podrían entrar al reino de los cielos. Entonces millones de personas, para alcanzar la salvación eterna, entregaron toda su riqueza a las iglesias para librarse de toda culpa. Se despojaron de sus monedas, de los sacos de sus cosechas almacenadas, de sus tierras y de algún ganado que tuvieran. Ahora las puertas del paraíso estaban abiertas.

Y llegó el 30 de diciembre del año 999. Nadie durmió esa noche. Plegarias, ofrendas, confesiones, arrepentimientos, penitencias. Y transcurrió el día 31 de diciembre del año 999, el último de la historia, porque en horas los cielos se iluminarían con resplandores apocalípticos para anunciar el fin. Millones de personas, despojadas de sus riquezas, esperaban con tranquilidad de conciencia los primeros golpes de trompetas angelicales. Pero no pasó nada. Llegó la noche del último día y -no se sabe todavía por qué razón--, no se escucharon trompetas, ni se vieron ángeles, y nadie apareció.

El 1 de enero del año 1000 fue de desconcierto total. La gente descubrió que la vida continuaba como todos los días, que tenían hambre, pero había una diferencia grande: No había nada para comer. Cuando intentaron recuperar sus pocas riquezas, los monjes respondieron: “Dar y luego reclamar, es cosa de Satanás”. Y el reino que llegó a Europa fue el del hambre. En Sussex, Inglaterra, por ejemplo, grupos de cincuenta o más personas se tomaban de la mano y se arrojaban por los acantilados, para morir en la caída o ahogadas en el mar. Los arqueólogos encuentran que hasta esa fecha, el europeo promedio tenía buena estatura y dentadura sana. A partir de  entonces, aparecen esqueletos más pequeños, frágiles y desdentados. La ingenuidad les arruinó la vida. En ajedrez, en cambio, nadie cree en nadie. Acá nos matan peleando.

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