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El Telégrafo

Nuevo puerto

23 de agosto de 2013

La oligarquía agroexportadora e importadora avecindada en Guayaquil siempre expresó un perverso paralelismo en su conducta pública: el discurso de fementida alabanza por el libre comercio, denostando al Estado como institución, unido a un espíritu conservador arraigado,  pletórico de regionalismo, de racismo, sustento acentuado de  reclamos en defensa de la “Ciudad de Octubre”, por aquellas  injusticias aparentes o reales cometidas por los gobiernos centrales -de paso enrolando a los recios ciudadanos huancavilcas en  sus pugnas egoístas de poder y dinero- es, fue y seguirá siendo su carta de presentación histórica. No obstante, en el devenir de la urbe, aquella misma burguesía apareció como sostén, cómplice, encubridora de esos mismos sistemas atrabiliarios y corruptos, culpables de crímenes horrendos cometidos contra el pueblo, tales como las matanzas del 15 de noviembre de 1922 o las del 2 y 3 de junio del 59  y las del 6 y 7 de noviembre de 1961, y desde luego el linchamiento contra Montero y  otros héroes de la Alfarada.

Ahora, establecida en un comando de  clase privilegiada en sus enclaves industriales financieros de evidentes ramificaciones trasnacionales, amparada y sujeta a un grupo electoral cada día con menos clientela, en sectores susceptibles de responder a estímulos versátiles de una demagogia callejera y tumultuaria, se desnuda impunemente en sus reales intenciones de sostener su statu quo en la metrópoli, sosteniendo criterios para la reelección de una administración municipal -que tiene aciertos y cuestionamientos- acudiendo a argumentos deleznables  con un tema que más  bien semeja un  anzuelo para capturar incautos: el puerto, mejor dicho, el nuevo puerto.

Los que peinamos canas podemos evocar que iniciada  la década de los años sesenta del siglo pasado, cuando se discutía la arquitectura del “puerto nuevo”, algunos argüían que el levantamiento de la obra debería realizarse en donde actualmente se encuentra, que lo denominaron “A”, y otros que aspiraban a que se hiciera  en un lugar de aguas profundas, que para esos menesteres llamaron “B”. Un recordado tío, ingeniero especialista en dragados, sostenía lo fundamental que era  la edificación de la rada, en Posorja o Playas, que la distancia a Guayaquil se resolvía con una supercarretera, porque se iniciaba la era de los grandes tanqueros de transporte de crudo. El cierre del canal de Suez por la invasión a Egipto por la alianza anglo-francesa-israelí solventaba la urgencia de fondeaderos para buques de alto calado.

Mas, primó la opinión de quienes sabían los beneficios que para sus chequeras significaba erigir una dársena artificial, cercana al casco urbano, por la plusvalía que los terrenos aledaños a la nueva construcción ganarían, y de los que eran propietarios. Desdeñando opiniones aun de prestigiosos oficiales de la Armada Nacional, se procedió  a su construcción en el actual sitio. Ha transcurrido media centuria  y la prognosis  de unos cuantos sapientes y probos profesionales se cumplió. Guayaquil requiere un puerto de aguas profundas.

Es el futuro inmediato. Contra él no deben ni pueden colocarse rivalidades aldeanas o campanillescas, ni rendirse ante la presión del engaño “pelucón” y a las falacias de la mediocracia. Las masas populares  guayaquileñas ya saben que hay otro camino, existe consenso en las clases medias sobre el ímpetu modernizador del régimen de la Revolución Ciudadana y su notable obra de institucionalidad ideológica y redención social para toda la República. El balón de oxígeno que la derecha política y económica -en procuración de cuidados intensivos- busca, para mantener su hegemonía, está agotado.

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