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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Nombres en el corazón

16 de abril de 2014

Los entendidos en la ley de las compensaciones del universo dicen que hay dos clases de deudas imposibles de compensar: la deuda de vida que tenemos con nuestros progenitores y la deuda de saber que tenemos con nuestros maestros, pues no podemos devolver la vida ni el saber.

Durante años, décadas, podríamos decir, la profesión docente fue menospreciada como la pariente pobre entre todo el espectro de las ocupaciones humanas. Cuando alguna o algún joven destacado anunciaba su intención de ser docente, la familia e incluso los mismos maestros respondían con un gesto compungido, entristecidos porque se había escogido una profesión casi de servidumbre, como se consideraba el magisterio.

Al dar clases aprendemos algo que tal vez nuestros maestros y nuestras maestras no nos dijeron en el comprensible intento de no autosabotear su trabajo: en un aula, quien más aprende es quien enseña. Los niños, los adolescentes, los jóvenes, los adultos no escolarizados traen una sorprendente carga de sabiduría de la vida que no se puede intercambiar tan limpiamente como en un aula de clase, y me refiero al espacio físico, las aulas virtuales no son iguales.

Como muchas otras profesiones, la principal satisfacción del magisterio está en el disfrute de practicarlo. Y si bien con frecuencia relatamos cómo nuestros estudiantes nos sacan canas verdes o nos matan de las iras, también es cierto que guardamos en el recuerdo y en el corazón innumerables hechos imborrables que hablan del cariño y, sobre todo, de la importancia de nuestro paso por sus vidas o de su paso por las nuestras. La admiración y el respeto por los mejores alumnos, el reto que consiste en lidiar con esos maestros de vida en que se convierten los estudiantes difíciles, el compartir momentos gratos y experiencias con los compañeros y compañeras de camino, van construyendo una trama de vida y de sabiduría y crecimiento interior que difícilmente tendrán, por ejemplo (y esto lo digo sin menospreciar ninguna profesión), quien atiende la caja de un banco, quien opera a corazón abierto o quien investiga hechos delictivos.

A quienes enseñamos, los dioses nos han elegido para vivir intensamente la experiencia de un intercambio humano constante. Y es casi seguro que cuando llegue el momento nos sucederá eso que en una breve estrofa dice tan magistralmente el sacerdote y poeta catalán-brasileño Pedro Casaldáliga: “Al final del camino me dirán: ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres”.

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