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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

No es el amor quien muere

07 de enero de 2015

Perdón que por hoy hable de algo personal. Perdón que mencione un nombre, un apellido. Perdón que no me refiera a las deslealtades de la disputa política, a las incoherencias humanas o a esas cosas de las que me gusta hablar a ver si al corazón de alguien se le enciende un foquito como otras veces lo han encendido en el mío las palabras ajenas.

Era una joven inquieta. Llevaba diez años escribiendo cuentos que mostraba a las compañeras de colegio, a las amistades, a los profesores del Área de Literatura de la PUCE, en algún taller literario. Pero de ahí no salían.

Conocí a Ulises Estrella porque del lugar donde trabajo me enviaron a un taller de lectura de la imagen, y nos hicimos amigos. Era un hombre serio, con un fino sentido del humor en el momento de utilizarlo. Apasionado por su ciudad. Enamorado del cine. Poeta de verso libre y certero. Después de unas pocas conversaciones le pregunté si querría leer mis cuentos de diez años. Aceptó, y recuerdo que me dijo: “Pero si es necesario te diré que tienes que pasarte otros diez años puliéndolos”. En ese entonces mi nombre, mi apellido no eran más que eso. Una persona que vivía en Quito como tantas otras, que amaba escribir, pero solo lo sabían unos pocos, y no a todo el mundo le gustaba la idea.

No me tocó pasar otros diez años arreglando lo que había escrito. Pero sí me tocó revisar algo de la técnica, un poco más del estilo. Me sugirió el título del libro que todavía no existía. Estaba entusiasmado. Él, poeta, cineasta, pensador lúcido, manifestaba admiración por esas letras novatas. Y cariño por quien las había escrito. Y buena disposición para empujar al mundo a una muchacha que escribía ya cuentos durante mucho tiempo pero que todavía no se atrevía a llamarse escritora.

De él recuerdo sobre todo la deferencia. El trato cariñoso y respetuoso. La risa parca, siempre entusiasta. Los ojos vivaces. Y el ánimo que daba a quienes empezábamos. Y sus grandes pasiones: Quito, el cine, las palabras hechas poesía.

Como todos los grandes, probó de seguro el gusto salobre de la soledad, y el amargo de la ingratitud. Pero como todos los grandes, trascendió. En este momento en que su ausencia física definitiva es una herida en el alma de todos quienes lo estimamos, su presencia ya alcanza las cotas de la inmortalidad. Y vuelven hacia mí las cinco palabras del verso de Cernuda que me sugirió para bautizar a mi libro: “No es el amor quien muere”.
No, mi querido Ulises. No es el amor quien muere. Ni la gratitud. Nunca.

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