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El Telégrafo

Niemeyer

08 de enero de 2013

En uno de mis relatos publicados evocaba el clima de libertad y alegría del ambiente de los teatrillos de “Cinelandia” en el Río de Janeiro de los años 60, donde se exhibían, la obra de los intelectuales y artistas perseguidos por el macartismo, en Norteamérica, mientras que en  Brasil gobernaba Juscelino Kubitschek y se construía Brasilia.

En este escenario de esperanza brasileña se destacaba la sabiduría de  Oscar Niemeyer y su propuesta arquitectónica.

En aquel tiempo, Gustavo Guayasamín Calero (invitado por Itimaraty) estaba entusiasmado con la posibilidad de encontrar alternativas de solución para la vivienda social urbana. Y fue el motivo para acompañar a Gustavo al conversatorio propiciado por Óscar Niemeyer, en su taller, en el ático de un rascacielos de la avenida Atlántica, desde donde se tenía una vista soberbia del horizonte en el cual se confundían, en un abrazo eterno, mar y cielo, con un ritmo interminable que se resolvía en las armoniosas curvas de las olas del mar, con diversos tonos azules, enmarcados en el principio por la arena blanca de Copacabana, y que luego se perdían en el infinito y él las rescataba en las armoniosas curvas de sus edificios.

En ese conversatorio entendí el carácter de la propuesta de Niemeyer para, respetando las condiciones del medio ambiente, implantar los volúmenes construidos en espacios verdes coincidiendo con el concepto social del Jardín Tropical, de Burle Marx, que se concretó posteriormente en los terrenos recuperados del mar para el pueblo carioca, desde la Playa Vermelha, pasando por Flamengo, hasta la Bahía de Botafogo.

Al despedirnos, en tono coloquial, el patriarca nos dio como propina la recomendación de que visitemos a las “mininas de Laranjeiras”, las más bonitas de Río; y  saborear la “feijoada” en las fondas de Catete acompañada de una buena copa de pinga (aguardiente). Por algo este sector era el barrio del maestro.

Para la construcción de Brasilia, se indica, tomaron parte 60.000 trabajadores durante 1.000 días. La ciudad que pretendió convertirse en una ciudad sin división entre clases sociales fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1987.

Cincuenta años después, cuando la visité, el 90 por ciento de los 2,5 millones de habitantes de Brasilia vivía en las llamadas “ciudades satélite”, en precarias condiciones de saneamiento básico.

El propio Niemeyer, entristecido, reconocía que la justicia social no se resuelve sobre un tablero de arquitecto.

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